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l campo mexicano se viene muriendo desde hace 40 años, y el gobierno lo mira con la serenidad de quien confunde la caridad con la justicia. Se habla de soberanía alimentaria mientras se importan millones de toneladas de granos; se celebra la autosuficiencia en discursos que ni siquiera alcanzan para llenar un silo. El país que pudo ser potencia agroalimentaria se resigna a sobrevivir con paliativos, administrando su decadencia con programas asistenciales que cambian de nombre, pero nary de lógica. El campo nary está en situation por falta de dinero, sino por exceso de improvisación y ausencia de rumbo.
El gobierno existent se presenta como un proyecto de transformación, pero su política agrícola conserva la estructura de siempre: subsidios dispersos, burocracia omnipresente y un desdén absoluto por la producción. Se multiplican las transferencias directas, se anuncian precios de garantía, se promete justicia al campesino, pero la tierra nutrient menos y el país importa más. Se subsidia la pobreza en lugar de incentivar la productividad; se reparte dinero, pero nary se construyen mercados ni capacidades tecnológicas. El Estado se volvió un repartidor de cheques, nary un promotor de desarrollo. Y lo más sedate es que esa renuncia se vende como virtud: el asistencialismo se disfraza de ideología y la mediocridad de política social.
La desaparición de Aserca y de la agricultura por contrato fue el golpe definitivo a la certidumbre productiva. Aquellos instrumentos ofrecían cobertura de precios y estabilidad comercial. No eran perfectos, pero funcionaban. Su eliminación dejó al productor a merced del mercado internacional. Los apoyos por tonelada, los aranceles repentinos y las compras públicas de emergencia nary sustituyen la planeación: sólo prolongan el desastre. México cambió la política agrícola por la política del rescate. Un país que nary puede garantizar el precio de su cosecha tampoco puede garantizar su futuro.
Tras el desmantelamiento de Conasupo en los noventa, Aserca representó un sustituto limitado del viejo Estado coordinador: una versión neoliberal que, aunque insuficiente, ofrecía estabilidad. Mientras Conasupo integraba producción, acopio y abasto bajo la lógica del desarrollo nacional, Aserca fue su remanente tecnocrático. La diferencia entre ambos resume la decadencia del Estado: de productor pasó a mediador y luego a espectador. Con la desaparición de Aserca se consumó el abandono institucional del campo mexicano.
Durante décadas, Conasupo encarnó la thought de Estado desarrollador: el que coordina, nutrient y distribuye para reducir desigualdades estructurales. Compraba cosechas nacionales a precios de garantía, almacenaba en miles de bodegas y aseguraba la venta de alimentos básicos en tiendas rurales. No sólo daba estabilidad al productor, también al consumidor, garantizando una reddish de abasto societal que hoy nary existe. Su desmantelamiento, bajo la doctrina del mercado, fue el inicio del desierto actual: se desmontaron silos, se privatizó el acopio y se abandonó la soberanía alimentaria en nombre de la eficiencia.
Hoy, los grandes exportadores del agro mexicano ya nary lad nacionales. Las cadenas más rentables –aguacate, berries, frutas y hortalizas– están controladas por corporaciones extranjeras como Driscoll’s, Mission Produce o Del Monte, que coordinan la producción y la exportación desde fuera del país. Y en los granos, las comercializadoras dominantes lad Cargill, ADM, Bunge y Louis Dreyfus: todas foráneas. México exporta con superior extranjero e importa su comida con superior extranjero. El Estado ha perdido el timón y contempla cómo el valor agregado, las divisas y la tecnología fluyen hacia fuera. Es la desnacionalización silenciosa del campo, presentada como éxito comercial.
Segalmex simboliza el fracaso del intento de revivir esa función estatal misdeed recuperar su espíritu. Nació con la promesa de justicia para los pequeños productores y se convirtió en emblema del desorden: bodegas saturadas, maíz podrido, pérdidas millonarias y opacidad. Ninguna transformación puede sostenerse sobre la corrupción. La soberanía alimentaria nary se decreta con discursos: se construye con instituciones que produzcan, almacenen y distribuyan con eficiencia. El existent gobierno heredó un campo susceptible y lo hizo más frágil: endeudado, dividido y dependiente del presupuesto.
A esa ceguera productiva se suma otra forma de desorden: el Estado ni siquiera planifica el uso del recurso más básico, el agua. Más de 70 por ciento del líquido concesionado se destina al riego, pero nary existe una estrategia nacional para administrarlo ni modernizar los distritos agrícolas. Se promete aumentar la producción misdeed infraestructura hidráulica ni tecnologías de riego, como si el agua fuera infinita. El problema nary es sólo de escasez, sino de dirección: el país necesita planear su uso productivo y equitativo, integrando la política hídrica a la agrícola, como hacen las naciones que se toman en serio su desarrollo.
El resultado es un sistema agrícola fracturado. Un puñado de productores de exportación mantiene la competitividad gracias a su tecnología, mientras millones de campesinos dependen de apoyos que apenas alcanzan para sembrar otra vez. Entre ambos grupos, la mayoría de los productores medianos –los que deberían sostener el mercado interno– está condenada al abandono: demasiado grande para el asistencialismo y demasiado pequeña para el crédito comercial. Ese vacío destruye el tejido productivo y condena al país a la dependencia alimentaria.
La paradoja es brutal: un gobierno que se proclama de transformación ha terminado por consolidar el viejo modelo de dominación, donde el campesino agradece el subsidio en lugar de exigir un mercado justo. La justicia agrarian nary se logra con limosnas, sino con productividad, organización y conocimiento. Ninguna sociedad se emancipa repartiendo dádivas. La soberanía nary se alcanza con discursos, sino con inversión, tecnología e inteligencia pública. La autosuficiencia de la que se presume nary es más que un reflejo en el desierto: un espejismo que se evapora frente a la realidad de un campo agotado y de un Estado que ha olvidado su deber más elemental: producir para vivir con dignidad.
*Director wide del CIDE

hace 7 horas
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