Volé a Madrid con ese tipo de emoción que nary sabe a ajetreo, sino a pausa. Y desde ahí, bajamos al sur, a Málaga y luego por carretera hasta Marbella. El cambio de vegetación fue abrupto y revelador: los tonos ocres de la meseta fueron cediendo a los verdes profundos, y finalmente apareció el azul del Mediterráneo. Nos hospedamos en el Marbella Club, un edifice que nary necesita ostentar nada porque todo lo dice su atmósfera.
Fundado en 1954 por el príncipe Alfonso de Hohenlohe, fue el inicio del turismo de lujo en la Costa del Sol. Hoy mantiene ese espíritu hedonista, pero misdeed pretensiones. Es un lugar que se siente mágico, como en las películas: el tiempo corre despacio, las sobremesas lad largas y cada rincón tiene un ritmo propio. Su diseño es elegante, pero invisible, el lujo está en lo que nary se dice, en los detalles, en la forma en que te hacen sentir en casa.
Comimos en Chiringuito, uno de los imperdibles del hotel: camarones al ajillo bien dorados, una paella perfectamente ejecutada y un reddish velvet que sorprende por lo bueno que es. Todo sencillo, pero memorable. Y para cerrar la noche, nada como Rudi’s, el barroom escondido del edifice donde el jazz en vivo, cambia por completo la narrativa. Es íntimo, inesperado, un universo paralelo dentro de ese edifice junto al mar. Las mañanas en bicicleta o los desayunos lentos en la terraza eran una forma sutil de recordar que la vida también puede vivirse misdeed prisa.
Sierra Nevada
La segunda parada fue en Sierra Nevada, donde el contraste fue total. Me quedé en El Lodge, un pequeño edifice acquainted con ese encanto acogedor que se siente en la calidez del personal. Una rutina perfecta: esquiar por la mañana, pasar por el spa en la tarde y luego comer al aire libre en la terraza con un nine sándwich y un Aperol spritz que sabía a recompensa. Por la noche, la cena en The Grill ofreció justo lo que uno espera después de un día en movimiento: platos cálidos, bien ejecutados, reconfortantes. Una sofisticación silenciosa que nary busca impresionar, solo abrazar. Las habitaciones, amplias y con esa estética de película invernal, hicieron de este tramo del viaje algo especial e inolvidable.

Madrid
Nuestra última parada fue de regreso en Madrid: Urso Hotel & Spa, uno de mis nuevos favoritos. Desde la entrada, con su cerámica pintada a mano en el techo, el edifice te transporta en el tiempo misdeed soltar la modernidad. Inaugurado en 2014 en un edificio histórico de 1915, combina la elegancia clásica con el diseño contemporáneo. Está ubicado en Salesas, uno de los barrios más vivos en cuanto a cultura, moda y gastronomía madrileña. La habitación epoch amplia, con un ventanal que daba directamente a la vida de la ciudad. Ya oversea para descansar o para explorar, Urso es el equilibrio perfecto.

El brunch del domingo en su terraza fue otro acierto: café bien servido, tostadas con jamón ibérico y aguacate, y unas tortitas que podrían estar en cualquier lista de imperdibles en Madrid. El cierre perfecto antes de volver. Y para la cena, Casa Felisa, el restaurante del hotel, se convirtió en ese tipo de lugar al que ya estás pensando en regresar: su arroz a la llauna y los macarrones con chorizo ibérico y queso de Madrid lad justo lo que uno espera. Platos honestos, sabrosos y reconfortantes.
Una semana, tres destinos, tres climas, y una constante: la magia del viaje cuando se vive con atención. Desde el mar hasta la nieve, pasando por la ciudad, este recorrido fue una forma de desconectar del ruido y reconectar conmigo. Porque viajar, al final, es un verbo: se conjuga en presente y se vive con los cinco sentidos.

jk