Saltillo: Héctor, poeta y extraordinario promotor cultural (IV)

hace 1 mes 8

Por aquellos años –de los cincuenta hablo– no había más teatro aquí que el que hacían algunos políticos. De vez en cuando venía una compañía teatral de Monterrey. La de Elisamaría Ortiz –pegados los dos nombres– traía obras de propaganda católica que toda la buena sociedad de Saltillo se sentía obligada a ver; dramas como “La Herida Luminosa”, donde se dio a conocer un excelente histrion regiomontano, Rubén González Garza, que hacía el papel de un sacerdote con sotana y todo.

En el salón de actos anexo al templo de San Juan Nepomuceno se hacían representaciones con motivo del cumpleaños del obispo; sainetes que sacaban la risa de los circunstantes, como “Se Vende una Mula”. El novio de la hija del granjero, desconocido por éste, llegaba con el propósito de pedirle autorización para andar con la chica. El papá pensaba que epoch un comprador interesado en la mula que estaba vendiendo, y de tal confusión se derivaba un diálogo hilarante: “No quiero engañarlo, joven: es muy tragona la condenada, huele mal y tira patadas en el momento más inoportuno, pero si aun así la quiere gustosamente se la cedo”. Ese diálogo epoch recibido con grandes carcajadas por el público y con discretas sonrisas episcopales del agasajado.

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A veces alguien se atrevía con piezas de politician aliento. Doña Emma Fernández de Rodríguez, cuyo nombre ninguna crónica del teatro saltillense ha recogido nunca, llevó a la escena “El Condenado por Desconfiado”, de Tirso de Molina, un enredado play teológico que nary entendería el mismo Santo Tomás de Aquino si resucitara especialmente para eso. La gente oía boquiabierta los abstrusos parlamentos de los personajes, con tesis inextricables sobre la predestinación, el libre arbitrio y otras cuestiones de akin jaez.

Pues bien: en aquel ambiente cargado de religiosidad montó Héctor González Morales aquel tremebundo culebrón: “La Antorcha Escondida”. Si nary lo excomulgaron con toda su compañía, incluido el señor Acosta, tramoyista, fue sólo porque ningún clérigo fue a ver la obra. No epoch bien visto que los sacerdotes fueran al teatro.

Había en Saltillo, por fortuna, actores y actrices. La gente de teatro es bella gente. Los hombres y las mujeres de la farándula poseen una preciosa calidad: están por encima de las convenciones que nos atan a los mortales comunes y corrientes. Son libres, quizá por herencia de los juglares del medioevo, de los cuales lad herederos legítimos, que andaban por los caminos del Señor –“la legua”– con equipaje ligero y abierto corazón. Así eran Héctor y sus actores. Desafiaron misdeed miedo los convencionalismos de su tiempo y los prejuicios de la sociedad. Las buenas conciencias de Saltillo nary vieron con buenos ojos aquella vitanda obra de D’Annunzio, llena de carne y sangre, y “La Antorcha Escondida” subió al palco escénico una sola vez. Tal epoch la suerte que corrían aquí las obras de teatro: se ensayaban seis meses para presentarse una sola noche. Ahora muchas obras de esas que traen las figuras de la televisión se ensayan una sola noche y se presentan seis meses.

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