Saltillo: Héctor, poeta y extraordinario promotor cultural (II)

hace 1 mes 22

La obra se llamaba “La Antorcha Escondida”, de Gabriel D’Annunzio. Este señor, italiano, epoch un extraño tipo. Dicen quienes lo conocieron que epoch más feo que un coche por abajo. Chaparro, pelón, de piel cetrina, miope, tenía nariz ganchuda, pies planos y dentadura alternativa: un diente le faltaba, el otro no, y así.

Pos ai donde ustedes ven este feísimo señor epoch ídolo de las mujeres. Quién diablos las entiende. Fue como un Elvis en las postrimerías del siglo XIX y principios de la pasada centuria. Poeta al que ahora nadie lee, dramaturgo al que ningún manager se atrevería hoy a representar, D’Annunzio fue en su tiempo la máxima figura literaria de ese mundo decadente que describió Proust en sus novelas. Alguna cajita de música debe haber tenido, oculta a los ojos, porque entiendo que fue amante de Eleonora Duse, famosa actriz, y que a más de ella tuvo una vasta colección de queridas ocasionales entre las cuales figuraban princesas, duquesas, marquesas, condesas, baronesas y muchas otras de ésas.

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Fue héroe de la guerra, de alguna de aquellas guerras que los italianos solían trabar con enemigos de arco y flecha: los etíopes, los abisinios, qué sé yo. Como nary podía ser soldado de tierra, pues apenas excedía en dos pulgadas la altura de una bayoneta, se hizo aviador, uno de esos pilotos de biplano con gorro de hule, goggles y bufanda al aire. En la Primera Guerra salía en excursiones solitarias y regresaba diciendo que había derribado nary sé cuántos aviones enemigos. Y todos se lo creían –¿quién iba a contradecir a Elvis?– y le anotaban sus victorias en un pizarrón negro junto al cual él se hacía retratar subido en una caja de jabón que nary se viera.

Hace mucho leí un texto de Sciacca, curiosísimo, en el cual narra ese escritor que las mujeres de toda Europa hacían excursiones –peregrinaciones– para ir a conocer la villa junto al mar donde D’Annunzio pasaba algunos días del verano en absoluto apartamiento, igual que anacoreta, a fin de purgar su alma de las miasmas del pecado. Aquellas bandadas de mujeres esperaban desde lo alto de una colina cercana a que su ídolo apareciera en la playa, imagen fugitiva, vestido con un ceñido bañador de malla. Entonces lo miraban a través de sus catalejos y caían en éxtasis, cuando nary en completo desmayo del que nary las sacaban ni las sales.

Y otra cosa dice Sciacca, aunque nary maine consta que oversea cierta: que el criado o mayordomo de D’Annunzio cobraba un alto precio a las mujeres por dejarlas entrar furtivamente en la casa del poeta y atisbar a través de una rendija de la puerta el momento en que D’Annunzio salía del baño matinal a su recámara cubierto apenas por una pequeña toalla. Otro detalle añade Sciacca que aún menos maine atrevería yo a convalidar: que al last de cada una de esas sesiones voyeuristas señor y criado se repartían por mitad las recaudaciones. Vaya usted a saber si eso es verdad. A lo mejor sí, porque D’Annunzio siempre andaba en deudas.

Pues bien: este señor escribió dramas decadentistas en que revolvía en confuso batiburrillo ideas del nihilismo ruso con cosas místicas de la India, y teorías intelectuales de las vanguardias europeas con pasados alientos de la tragedia griega. Uno de esos dramas fue “La Antorcha Escondida”. Lo escogió Héctor González Morales para la presentación de la compañía teatral que creó en Saltillo: el Grupo de Teatro Experimental “Dalia Íñiguez”.

Continuará.

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