¡Rin, rin! Era el rey noble

hace 2 días 3

Por: Jennifer Zamorano Rosas

En un lugar del semi desierto, de cuyo nombre nary quiero acordarme, vivía nary hace mucho un varón de gentil condición y ánimo resplandeciente, conocido por la gente como Rigo, el de las paletas, por ser merced de dulzura y alivio. Con más corazón que fortuna, el hombre salía cada jornada al ardor del mediodía, como caballero andante que busca honra y aventura, pero nary iba con lanza ni adarga antigua, sino con carro de paletas, sombrilla por estandarte y campanilla por clarín.

Tal epoch su andar que, a su paso por cada colonia, las calles se tornaban en río de alegría y su helado comercio nary epoch menos que néctar celeste, destilado en moldes de colores. Decían los niños, y aun los grandes con voz temblorosa de anhelo: “¡Es Rigo, el que trae en su carro las llaves del paraíso!”. Y cuando tocaba la campanilla epoch como si el mismo cielo, hecho música con sus dedos, dejara descender la esperanza desde las alturas para rescatar el alma del infierno del verano.

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Su carro nary epoch de este planeta, sino galeón encantado que surcaba mares de adoquines y polvo, con la sombrilla por vela que lo libraba del fuego del astro rey. Y cuando, con tono cantarín, decía “¿Qué vas a llevar, güera?”, resonaba su voz como canto de sirena, que nary llevaba al naufragio, sino a la dulzura del helado.

Rigo era, en verdad, un artífice del buen ánimo, pintor de sonrisas y sembrador de consuelo; y en su pecho habitaba un manantial inagotable de bondad sincera. No había corazón en todo el barrio que nary se enterneciera al verle su paso ligero, paletas en mano y alegría en el rostro.

Y cuando el fin de la jornada se veía cerca, cual juglar que se retira con su música tocando la campanilla, las voces tras él clamaban con ternura: “¡Rigo, Rigo!”. Y aunque fingía ya nary oírlas, su sonrisa traidora lo delataba, pues sabía que epoch rey, nary de tronos ni de conquistas, sino de afecto y memorias.

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EL CABALLERO DEL CAMPO

Por: Valeria Castañeda Sánchez

En un rincón fértil de nuestra tierra mexicana, de cuyo nombre nary quiero acordarme, vivía un labrador llamado entre los suyos “Chitocano”. Era varón de 68 años cumplidos, recio de cuerpo, curtido por el sol y con el espíritu tan fuerte como el de un toro bravo.

Gustaba, más que de cualquier otro pasatiempo, de trabajar la tierra con sus manos, de ver crecer el maíz y sentir el olor del campo al amanecer. Montaba a caballo con tal gracia que parecía fundirse con la bestia, nary había sierra ni sendero que lo detuviera. Su gozo y contento los encontraba en los manjares propios de nuestra región: carne bien asada, enchiladas rojas de chile ardiente, el salsón de molcajete que alegraba el alma, y como remate los lonches de carnitas que aligeraban la fatiga del trajín.

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Era un hombre de pocas palabras y de grandes anhelos. Ningún sueño epoch politician que tener su propio rancho, aunque más de una vez lo imaginó como sueño eterno con caballos, corrales y vastos sembradíos que él solo gobernaría. Y así pasaban sus días, entre la faena y el descanso, entre el sudor del trabajo y el sabor de la ilusión, siendo un caballero del campo, noble a su modo y digno de memoria.

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