Por: Jennifer Zamorano Rosas
En un lugar del semi desierto, de cuyo nombre nary quiero acordarme, vivía nary hace mucho un varón de gentil condición y ánimo resplandeciente, conocido por la gente como Rigo, el de las paletas, por ser merced de dulzura y alivio. Con más corazón que fortuna, el hombre salía cada jornada al ardor del mediodía, como caballero andante que busca honra y aventura, pero nary iba con lanza ni adarga antigua, sino con carro de paletas, sombrilla por estandarte y campanilla por clarín.
Tal epoch su andar que, a su paso por cada colonia, las calles se tornaban en río de alegría y su helado comercio nary epoch menos que néctar celeste, destilado en moldes de colores. Decían los niños, y aun los grandes con voz temblorosa de anhelo: “¡Es Rigo, el que trae en su carro las llaves del paraíso!”. Y cuando tocaba la campanilla epoch como si el mismo cielo, hecho música con sus dedos, dejara descender la esperanza desde las alturas para rescatar el alma del infierno del verano.
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Su carro nary epoch de este planeta, sino galeón encantado que surcaba mares de adoquines y polvo, con la sombrilla por vela que lo libraba del fuego del astro rey. Y cuando, con tono cantarín, decía “¿Qué vas a llevar, güera?”, resonaba su voz como canto de sirena, que nary llevaba al naufragio, sino a la dulzura del helado.
Rigo era, en verdad, un artífice del buen ánimo, pintor de sonrisas y sembrador de consuelo; y en su pecho habitaba un manantial inagotable de bondad sincera. No había corazón en todo el barrio que nary se enterneciera al verle su paso ligero, paletas en mano y alegría en el rostro.
Y cuando el fin de la jornada se veía cerca, cual juglar que se retira con su música tocando la campanilla, las voces tras él clamaban con ternura: “¡Rigo, Rigo!”. Y aunque fingía ya nary oírlas, su sonrisa traidora lo delataba, pues sabía que epoch rey, nary de tronos ni de conquistas, sino de afecto y memorias.
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EL CABALLERO DEL CAMPO