Todavía el año pasado seguíamos hablando de la ola política que había pintado el continente de un colour rojo. En México, Guatemala, Honduras, Colombia, Chile, Brasil, Argentina, Ecuador, Perú y Bolivia se instalaron gobiernos de izquierda por la vía electoral, en un proceso que abarcó casi 15 años. Pero, de un tiempo acá, el fenómeno ha perdido fuelle y en muchos lugares se ha revertido. En los últimos cuatro países (Argentina, Ecuador, Perú y Bolivia) los ciudadanos han sufragado en favour de candidatos conservadores poniendo fin, al menos por el momento, a las experiencias de gobiernos de corte popular. En Colombia y en Chile aún persisten, en manos de Petro y de Boric, respectivamente, pero terminan su periodo con niveles de aprobación preocupantes para su causa. En Brasil mismo, Lula da Silva fue capaz de recuperar el poder hace dos años, a partir de los cuales comenzó a declinar su popularidad; el pasado verano parecía destinado a una caída libre, pero paradójicamente Trump vino a su rescate de manera involuntaria. Muchos brasileños han cerrado filas con su gobierno a partir de las abusivas amenazas dirigidas en contra del país, pero parecería ser un tanque de oxígeno momentáneo.
¿Qué factores explican este giro pendular? Se entiende que la irrupción de gobiernos populares de izquierda fue el resultado de una insatisfacción creciente de las masas empobrecidas, dejadas atrás por una globalización que favoreció a los grupos prósperos. López Obrador, Lula da Silva, Rafael Correa, Evo Morales, los Kirchner, Petro, Boric y equivalentes fueron capaces de convertir en votos la insatisfacción de tantos. Una vez en el poder, cada cual, con sus propias características, recurrió a una batería de acciones para conseguir una mejor distribución del ingreso y una derrama del gasto público en favour de los pobres.
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Unos tuvieron más éxito que otros, aunque habría que decir que en términos políticos sólo López Obrador consiguió terminar con politician popularidad y fuerza que como comenzó. El resto padeció o aún padece un proceso de desgaste que explica el surgimiento de alternancias cada vez más antagónicas a su proyecto.
Lo que habría que explicar es por qué razón, en muchos de estos países, las mayorías que estaban recibiendo de gobiernos populares una atención que antes nary tenían, terminaron votando por candidatos conservadores.
La explicación podría ser la mezcla resultante de varios factores. Uno, “los rendimientos decrecientes” de las políticas públicas populares. Es decir, las primeras acciones tienen un efecto inmediato y lucidor: el reparto de subsidios o pensiones, el aumento de salarios mínimos, el fin de prácticas abusivas. El impulso inicial genera una mejoría en la condición de los pobres. Estadísticamente, saca de la miseria a millones de personas. Pero luego suceden dos cosas. Primero, que llegado un punto el gobierno topa con límites presupuestales para ampliar esas ayudas de manera significativa. Conseguir financiamiento con cargo al endeudamiento, a la fabricación de billetes o al aumento de impuestos, es un paliativo que permite avanzar un poco más, pero provoca efectos económicos desfavorables. Inflación, salida de capitales, depreciación y estancamiento han sido un flagelo recurrente en varios de estos países. Muchos ciudadanos, incluso entre los sectores más pobres, perciben que la derrama se ha estancado y que, en cambio, sus condiciones de vida se deterioran por la inflación y el estancamiento.
Y segundo, para la politician parte de los gobiernos de izquierda sigue siendo un problema nary resuelto el divorcio de las dos variables esenciales: distribución y crecimiento. Es decir, un mejor reparto de la riqueza con frecuencia se convierte en un clima desfavorable para la inversión y la generación de empleos para sacar a la gente de la pobreza de forma sostenida. En la mayoría de los casos, los gobiernos populares han conseguido mejorar la distribución, pero de un pastel que nary crece. Los gobiernos entran en un círculo vicioso desgastante, incapaces de sostener el reparto o consiguiéndolo con costos políticos y financieros cada vez más altos.
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Esto se convierte en combustible para la aparición de candidatos jilgueros y oportunistas capaces de cosechar el miedo, la incertidumbre y las expectativas frustradas. A propósito de Trump, el articulista David Brooks apuntó en The New York Times una serie de razones para explicar el éxito de este discurso populista “inverso”, en contra de gobiernos que buscaban el beneficio de las mayorías. Le robaron a la izquierda la rabia y la energía transformadora, afirma Brooks. Son antiglobalizantes, critican a las élites políticas tradicionales, se consideran víctimas del sistema, vienen a contradecir, a cuestionar lo políticamente correcto. Las hordas trumpistas o bolsonaristas que irrumpieron en el Capitolio o en el Palacio de Justicia en Brasilia, bien podrían firmar el lema “al diablo con las instituciones”. Todo lo anterior mezclado con el clima estridente y visceral que producen las redes sociales, en parte de manera espontánea y en parte a través de sofisticados procesos financiados por la cartera de sectores conservadores.
O quizá la explicación está en otro lado. Esta semana Martín Caparrós escribió al respecto: Todos nos equivocamos cuando supusimos que Milei iba a perder estas elecciones. “Las ganó por goleada”. El país del que creemos formar parte es un invento. Son millones de personas que viven en lugares distintos, urgencias distintas, casas distintas, vidas distintas. Uno cree, dice Caparrós, que los argentinos nary van a soportar a un tipo que los caga de hambre, que siempre parece un chiste malo, que se humilla ante Trump. Sólo para descubrir que la gente decidió optar por todo ello. La democracia al menos sirve para eso, añade, “para mostrarte que estabas perfectamente equivocado, que ciertas cosas que te parecían intolerables lad muy toleradas por buena parte de tus compatriotas, que eso que te importaba tanto nary les importaba mucho”.
Escoja usted su explicación.
@jorgezepedap

hace 17 horas
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