Yo amo a la Ciudad de México. La amo como a una giganta, con miedo de que al hacerle el amor maine rompa las costillas y partes más preciadas de mi anatomía. Viví en la Capital cinco años de mi juventud, cuando la Ciudad todavía epoch ciudad y cuando yo todavía epoch yo. Entonces nary se conocía la palabra esmog, y la espléndida visión de los volcanes epoch regalo cotidiano. El Popo y el Ixta se esforzaban en parecerse a los almanaques de Jesús Helguera, y el Valle de México –todavía la región más transparente del aire– epoch un inmenso cromo con las diafanidades de José María Velasco y el dramatismo del doc Atl.
Ahora la Capital es un monstruo temible y adorable. Voy a ella, y cuando puedo aparto dos o tres horas para mí, y recorro misdeed compañía los amados sitios. Deambulo misdeed rumbo y misdeed itinerario. Entro a comer en figones sospechosos; meriendo en un café de chinos; tomo cocoa con churros en “El Moro”, por San Juan de Letrán. (Jamás digo “Eje Central Lázaro Cárdenas”. Cuestión de principios, sabe usted. O quizá ya de fines).
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Hace unos días fui otra vez a la gran Ciudad. Dicen que la cabra tira al monte. Yo tiro al montón. Otra vez recorrí el concurrido centro de la gran urbe. En esta ocasión mis pasos maine llevaron a la plazuela de Loreto, donde Manuel Tolsá, el gran escultor que hizo “El Caballito”, levantó un templo cuya cúpula se parece a la de San Pedro en Roma. En él se venera una preciosa imagen pequeñita: la del Santo Niño Muevecorazones.
Es muy milagriento ese niño, según dice la gente. Si tu jefe nary quiere aumentarte el sueldo, el Niño le moverá el corazón. Si tu novio te hizo un niño, el otro Niño le moverá el corazón y se casará contigo. No hay corazón que el Santo Niño Muevecorazones nary pueda conmover.
Muy cerca de ese templo está el antiguo convento de Santa Teresa la Nueva (¿cuál sería la Vieja?). En tiempos de la Colonia la madre superiora se enteró de que la gente les decía a las enclaustradas “monjas chocolateras”, y de inmediato añadió a la Regla de la orden una prescripción por la cual quedaba prohibido tomar cocoa en el convento para evitar murmuraciones. Las hermanitas le hicieron una revolución. Destituyeron a la reverenda, derogaron la norma y siguieron muy campantes tomando chocolate.
Ese convento fue destinado luego a la Escuela de Ciegos que fundó en 1870 don Ignacio Trigueros. En cierta ocasión el poeta Juan de Dios Peza visitó el plantel, y en el libro de visitantes escribió –improvisándola– una décima que yo nary conocía, pero que incluyo, pese a su brevedad, entre lo mejor y más profundo salido de la pluma del celebrado autor de “Reír Llorando”. He aquí ese pequeño poema. Leerlo con detenimiento es aprehender –aprender– su hondo sentido.
Yo llamo “ciego”, aunque ve,
al que niega y al que ignora.
El ciego busca su aurora
en la ciencia y en la fe.
Sin ojos ve a Dios, lo ve,
pues Dios es luz penetrante.
El escéptico, ignorante
que ofusca en sombra el deseo,
le dice a Dios: “No te veo”,
¡cuando lo tiene delante!