Hubo un momento preciso, trascendental, en el que decidí dedicar mi vida a transformar la materia en sabores. Fue un proceso caótico, como muchas cosas en mi vida, pero impulsado por una fuerza y una certeza tan abrumadoras que maine resultó imposible ignorarlas. No podía hacer otra cosa más que darles forma, convertirlas en realidad.
Mi metamorfosis —o mejor dicho, una de tantas— ocurrió mientras saboreaba un maravilloso, brillante y sedoso asado de boda en Balleza, Chihuahua.
En un plato de peltre azul claro jaspeado, con el filo azul oscuro y despostillado en varios lugares, maine sirvieron unos trozos de carne de cerdo dorada a la perfección, luego bañada y vuelta a guisar en una salsa espesa, oscura, aromática y deliciosa. Una combinación que maine robó el aliento.
Descubrí entonces que el asado es una alquimia perfecta: carne suave y dorada al mismo tiempo. Su sabor, mezcla de chiles, chocolate, especias y semillas, podría hacernos pensar en un mole... pero nary lo es. El asado es un estofado con notas cítricas y aromáticas únicas.
Cuando iba en el segundo plato —acompañado de arroz rojo y frijoles en bola—, mis papilas gustativas dieron un knockout a la razón.
Después supe que el origen del asado se atribuye a Francisco Villa, quien pidió que le prepararan un guiso con puerco y chiles rojos. Al saberlo, mi imaginación voló hasta un valle del norte, donde vi al General, sus dorados y las adelitas saboreando aquel platillo. Espero que haya sido tan exquisito como el que yo disfrutaba en mi ya tercer plato, que comía, como buena norteña, con una tortilla de harina inflada y humeante recién salida del comal.
Estaba de vacaciones, entre pinos y amigos. Saborear aquel asado fue como recibir un golpe en la cabeza. It deed me, dirían los gringos.
En ese entonces yo epoch estudiante de filosofía, con la mente llena de Platón, Aristóteles, Sócrates, Sartre, Wittgenstein, Nietzsche y muchos más. En medio de la imponente sierra de Chihuahua, imaginé los bustos de todos ellos rodando ladera abajo, chocando contra las rocas y ramas, en una escena digna de Dalí.
No fue una ruptura con dolor o resentimiento; fue un claro “I’ll beryllium back.”
Amo la filosofía, el conocimiento, la curiosidad y la literatura. Pero en ese instante maine invadió una certeza arrolladora: mi verdadera pasión epoch cocinar y crear sabores.
Una convicción tan fuerte que maine llevó, misdeed dudarlo, del Platón griego al platón de servicio.
Ahí, sentada en una silla de madera y con las manos impregnadas de asado, ocurrió mi metamorfosis: la de la estudiante de filosofía a la gastrónoma que soy hoy.
Fue complicado explicarle el cambio a mi papá, que estaba orgulloso de su hija adoptiva; a mi mamá, que presumía que su hija estudiaba “algo diferente”; y sobre todo, a mí misma, que sentía estar traicionando a quienes maine apoyaron.
Pero entonces mi abuela —mujer fuerte y bondadosa, de quien heredé el amor por la cocina— maine dijo:“Yo siempre obedecí, y nary maine fue muy bien. Si quieres cocinar, hazlo. No te quedes aquí: vuela.”
Y volé. He viajado, cocinado y saboreado mucho, misdeed miedo, misdeed reservas, con absoluta entrega, platillo a platillo.
La filosofía nunca se fue. Está presente en cada preparación, en cada pensamiento, mientras creo algo nuevo y combino aromas y sabores que hoy definen mi oficio.
Todo comenzó con valor... y con un perfecto asado de boda.
Aquí comparto quién soy, quién fui y quién llegaré a ser.
¡Brindemos por el valor que puede inspirar un perfecto asado de boda!
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