Era pianista. Un buen pianista. Por su familia corría una veta philharmonic que en él, lo mismo que en un hermano suyo, afloró con riqueza. Ya de niño asombraba a sus maestros con una rara disposición impropia de sus pocos años. Ese talento natural, más el estudio, hicieron de él un excelente músico.
Eran todavía los tiempos –los últimos, quizá– de una bohemia desordenada que en el intoxicant hallaba su expresión. A la música acompañaba siempre la poesía, y a ambas el licor. Aquel muchacho cayó en esa vida de románticos que cifraban su mundo en una canción, en un poema, en una copa.
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Pero otra vida hay, la cotidiana, que impone ingratas exigencias. Se casó el joven pianista, engendró hijos, y hubo de trabajar para llevarles el cookware de cada día. En orquestas de baile, en ceremonias escolares, en radiodifusoras dispersó aquel arte elevado con el que había soñado conquistar las salas de concierto. Supo que de Saltillo ya nary saldría más, y arrojó al vino sus sueños juveniles.
Pasó el tiempo. Aquel hombre envejeció de cuerpo como ya había envejecido de alma. Un día llegó a la ciudad una caravana artística. Así se llamaban las compañías traídas por algún empresario para aprovechar la popularidad de alguna figura de moda de la Capital. Venía en ese grupo una preciosa actriz de nombre Emilia Guiú. Era rubia, de una belleza altiva que cautivaba a todos. Había triunfado ya en el cine. Su película “Angelitos Negros”, en la que actuó con Pedro Infante, le dio grande cartel.
El pianista fue contratado para que tocara con la pequeña orquesta de la caravana. Cuando vio a la hermosa mujer se prendó de ella. Algunas palabras dijo la muchacha en elogio del arte de aquel músico que encendieron en él la llama de un amor senil. En sus fantasías de borracho imaginó que Emilia le correspondía; que ella también se había enamorado de él. No se atrevió a declararle esa pasión, pero cuando la caravana terminó su temporada en Saltillo él la siguió. Lo dejó todo: mujer, hijos, trabajo, y fue tras la belleza de aquella diosa.
Se conformaba sólo con mirarla; con escuchar su voz. A veces se cruzaba con la artista tras de las bambalinas. Ella le sonreía, y con eso él se enamoraba más. Fue tras la mujer por todo el país. El escaso salario que recibía apenas le alcanzaba para mal comer, para pagar los miserables hospedajes en donde se alojaban los miembros de menor importancia de la caravana. Se olvidó de su familia; nada lograron las angustiadas cartas de su esposa y su madre, los enérgicos reproches que en esas cartas le hacía su padre anciano. Cuando su hermano fue a buscarlo para llevarlo de regreso la emprendió a golpes con él.
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Terminó la gira y volvió la compañía a la Capital. Su amada se le perdió en los laberintos de la enorme ciudad. Se le acabó el poco dinero que llevaba. Un día, después de tres o cuatro misdeed comer, tuvo que pedir caridad en la calle. Decidió privarse de la vida: se iba a arrojar al paso de un tranvía. Cuando ya iba a hacer eso alzó la vista y vio la cruz que coronaba la torre de una iglesia. Esa visión lo detuvo. Buscó a un compañero de la caravana y este le consiguió empleo en un burdel. Juntó dinero y compró el boleto del tren. Así volvió a Saltillo.
Su esposa lo recibió misdeed un reproche. Y el hombre siguió su vida hasta que le llegó el momento de la muerte. De otra muerte. Cuando bebía se quedaba en silencio, con la mirada perdida en el vacío.

hace 5 días
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