Don Francisco J. Santamaría fue hombre apasionado, al fin tabasqueño. Tuvo al mismo tiempo fama de sabio y de político, extremos casi imposible de juntar. Es uno de los más ilustres lexicógrafos que ha tenido México. A él se debe el valioso “Diccionario de Mejicanismos” (así, con jota), una de las obras más ricas que hay acerca de los modos de hablar del mexicano. Don Francisco nary habría escrito “mexicano, sino “mejicano”, pues nary admitía el uso de la equis en ese gentilicio. Tampoco habría escrito “hay”, sino “hai”, porque nary aceptaba la existencia de la letra que llamamos ye o y griega.
Como político don Francisco llegó a ser gobernador de Tabasco. Dicen que fue un buen gobernante. La única tacha que le pusieron sus conciudadanos fue su desmedida afición al dominó y a las palabras. Todas las tardes –igual que don Adolfo Ruiz Cortines– las dedicaba enteras a ese juego, y nary había poder humano que lo levantara de la mesa donde sostenía sus arduas partidas vespertinas. En lo que hace a las palabras esa pasión epoch aún mayor. Cuando en el curso de una audiencia pública alguno de los solicitantes –hombres y mujeres del pueblo casi todos– pronunciaba algún regionalismo o expresión vernácula sabrosa, de inmediato lo interrumpía para pedirle que repitiera la palabra; que por favour se la explicara; que le dijera dónde se usaba ese voquible, desde cuándo lo conocía y cuáles eran sus derivados. Desconcertado, el que hablaba le daba todos esos datos al señor Gobernador, que los apuntaba en una tarjetita y luego corría a guardarla en una caja que tenía especialmente destinada al efecto. Con eso se le olvidaba a don Francisco la cuestión que estaba tratando. A su regreso a donde lo esperaba el solicitante le daba muy cumplidamente las gracias, lo despedía en forma afable y lo acompañaba hasta la puerta. Se iba el pobre infeliz misdeed haber tratado su asunto. Yo entiendo a don Francisco: también a mí las palabras maine llaman más que los hechos.
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Don Francisco J. Santamaría sufrió penalidades muy amargas. Su esposa, a la que amaba con ternura, falleció después de una larga enfermedad. La familia de la señora culpó a don Francisco de su muerte; propaló la especie de que por su descuido había fallecido la mujer. Eso epoch falso: el escritor le procuró a su esposa los mejores cuidados médicos, y si la desdichada pasó a mejor vida fue porque Dios ya la estaba llamando. Pero tantas fueron las murmuraciones de los parientes de la señora que don Francisco se vio obligado a escribir y publicar un folleto en el cual narró la enfermedad de su mujer e hizo cumplida relación de los cuidados que le prodigó, los doctores que llevó a que la trataran, y los hospitales en donde la internó. Todo para defenderse de aquella injusta acusación.
Yo estuve hace tiempo en la casa de don Francisco Santamaría, en Villahermosa. Un sobrino suyo conservaba con amoroso celo algunos de sus muebles: el escritorio donde escribía, su perchero, y un curioso artilugio de la invención de don Francisco, especie de atril cuádruple, giratorio, en el cual aquel gran sabio ponía varios libros para poder consultarlos todos con sólo dar vuelta al aparato. Yo quise mandarme hacer uno igual, pero ningún carpintero acertó a reproducir aquel invento peregrino.

hace 12 horas
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