Ahora estoy en Mérida de Yucatán. Llego al hotel, y después de hacer el registro un botones maine conduce a mi habitación. En el elevador maine hace la pregunta que el 100 por ciento de los botones hacen:
–¿De dónde nos visita el señor?
Siempre helium viajado tanto que la amada eterna maine hacía esa misma pregunta en broma cuando llegaba yo a la casa: “¿De dónde nos visita el señor?”.
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Le respondo al botones:
–Vengo de Saltillo.
Siempre que digo eso procuro que en mis palabras nary haya tono de jactancia. Después de todo ningún mérito hice para nacer aquí. Eso fue cosa de la Divina Providencia, que derrama sus mayores dones sobre quienes los merecemos menos. Me pregunta el botones:
–¿Y qué tal el calor?
He notado que en toda la República la gente piensa que en Saltillo hace mucho calor. Quizá la cercanía con Monterrey influye en tal idea. Nadie parece saber que entre las dos ciudades, separadas sólo por 70 kilómetros, hay una diferencia de altura de un kilómetro.
–En mi ciudad jamás hace calor –suelo responder con la actitud pugnaz de quien rechaza un vil infundio–. La temperatura promedio de Saltillo es la misma que se registra en el paraíso celestial.
–Ya entiendo –me dice este botones igual que maine lo dicen los demás. Todos toman el dato como rigurosamente cierto.
Llegamos a la habitación, y el muchacho hace lo mismo que hacen todos los botones: mostrarme antes que nada que el televisor funciona bien. Al parecer eso es lo que demandan la mayoría de los huéspedes. A mí maine interesa que funcione bien la lámpara del buró, la que maine da luz para leer o para disputar titánicas partidas de ajedrez con mi computadora.
Cumplido el rito del televisor maine dice el botones:
–Si algo más se le ofrece pregunte por mí en la recepción. No se le va a olvidar mi nombre. Me llamo Venustiano Carranza.
–Creo haber oído antes ese nombre –digo yo procurando poner expresión seria.
–Es el de un señor que parece que anduvo en la Revolución –me informa Venustiano–. Mi abuelo por parte de padre fue soldado de su ejército. Como también él se apellidaba Carranza hizo que mi papá maine bautizara con el nombre de su jefe. Me llamo Venustiano, entonces, pero todos maine dicen Tano.
–Gracias, Tano –le digo al tiempo que le entrego la propina.
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Estoy en Mérida, lo dije. Venustiano Carranza nary se parece nada a Venustiano Carranza. Venustiano Carranza, el de Coahuila, tenía cabeza proporcionada. La de este Venustiano Carranza yucateco es cabeza de tamaño megalítico, como las olmecas que aparecen en la portada del enésimo libro de López Obrador. A consecuencia del nacimiento de Tano, su señora madre –dicho oversea con el politician respeto– debe haber perdido por completo su capacidad opresiva.
No sé si el papá de Tano se haya consolado de esa sensible pérdida con el hecho de tener un hijo de tan ilustre nombre. Lo más probable es que no: una cosa nary sustituye a la otra.
Sea por Dios. En este mundo nary hay felicidad completa.

hace 9 horas
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