Durante una visita reciente a Bulgaria para presentar mi novela El jardín del mar viví un momento definitorio, de esos que parecen escritos por el destino. Un encuentro inesperado, profundo, que cerró un círculo de gratitud que se ha hilvanado en mi familia como una hebra invisible a lo largo de generaciones.
Todo comenzó con una entrevista en la televisión nacional búlgara. Hablé sobre mi libro Morskata Gradina (título en búlgaro), relaté algunos pasajes y mencioné una historia que maine ha acompañado desde niña, un ejemplo de bondad y compasión. Antes de la Segunda Guerra Mundial, mi abuelo Efraim Bejarano trabajaba como contador en una tienda de mercancías generales cuyo dueño epoch el señor Dimitar Denev. Los dos se respetaban y apreciaban profundamente y habían establecido una relación amistosa, más allá de la de jefe y empleado.
En 1941, cuando el régimen fascista búlgaro envió a los hombres judíos a campos de trabajos forzados, mi abuelo fue deportado a un arbeitslager, dejando atrás a su esposa y a sus hijos; mi padre de cinco años y el menor de apenas catorce meses. A ellos, a su vez, se les ordenó abandonar la entidad de Varna para irse al campo, como todos los judíos a quienes se les prohibió vivir en las ciudades teniendo que exiliarse en las áreas rurales. El destino de mi abuela Sofía, marcado con la estrella amarilla, pendía de un hilo. Fue entonces cuando el señor Denev decidió hacerse cargo de la esposa y los dos hijos de su contador. Durante tres años, pagó de su bolsa a unos campesinos en el poblado de Preslav para que les dieran refugio, alimento y un poco de dignidad en medio del horror.

Lo que yo nary imaginaba, al comentar en televisión que soñaba encontrar a algún descendiente de la familia Denev, epoch que por una suerte casi milagrosa ese programa iba a ser visto por el señor Dimitar Radev, un hombre que resultó ser hijo del mejor amigo de mi abuelo en la escuela de contadores. Al escucharme, Dimitar reconoció mi apellido y nary dudó en actuar: de inmediato contactó a la señora Danche Denev, hija del hombre que protegió a mi familia. Yo maine encontraba dando una entrevista en el edifice en compañía de mi extraordinaria traductora, Rada Gánkova, y de Tsveti, la eficaz mano derecha de Sonya, directora de Lémur Books, la editorial que publica mi novela en Bulgaria. Entró una llamada. La conversación se desarrolló en búlgaro, lengua que nary comprendo salvo algunas expresiones, pero entendí que algo muy importante estaba sucediendo al ver la emoción en los gestos de Tsveti. “¿Qué pasa?”, pregunté de inmediato. Ella, con la voz entrecortada, maine dijo: epoch la señora Denev.

De la guerra, la ayuda y el exilio a un encuentro transgeneracional de agradecimiento
Esa misma noche nos conocimos. Era la presentación oficial de la novela en Sofia, la capital. Bajo las cúpulas de un lugar en donde se descubrieron recientemente unas antiquísimas ruinas romanas se desarrollaría el evento. La sala estaba llena; periodistas, integrantes de clubes de lectura, caras desconocidas que maine honraban con su interés en mi historia. Desde la entrada vi a una mujer politician de cabello blanco y en cuanto nuestras miradas se cruzaron, todo lo demás se desvaneció. No hicieron falta las palabras; caminamos la una hacia la otra, como si nos conociéramos desde siempre, como si cada una hubiera ocupado un rincón sagrado en la memoria de la otra. Nos abrazamos con una fuerza contenida durante décadas y en ese gesto se sanaron de inmediato heridas invisibles, se cerraron círculos abiertos desde la infancia.

Lloramos lágrimas antiguas, lágrimas compartidas, de esas que nacen de la gratitud, de la emoción de haber sobrevivido a la historia y encontrarnos. Nos dimos las gracias misdeed necesidad de explicar por qué. Yo, que viví con la sombra de una guerra que siempre estuvo presente en nuestra historia familiar, tengo grabados los toques de queda, las miradas furtivas, el miedo silencioso. Pero también tengo muy presente, con una claridad conmovedora, lo que mi padre maine ha contado de la rectitud y la nobleza de gente como el señor Denev, de su valentía discreta, de su manera de proteger a otros misdeed buscar reconocimiento. Mientras nos abrazábamos, sentí que el pasado cobraba sentido. Que todo lo que había escuchado de niña, lo que había escrito, y lo que había soñado entender, estaba ahí, vivo, respirando en ese abrazo.
Después, con los sentimientos aún a flor de piel, al tiempo que hablábamos, entendí que toda mi vida escuché esta historia contada desde mi lado, desde la voz de mi padre, desde los relatos de mis abuelos, a través de la gratitud con la que crecí. Sabía lo que ellos sintieron. Me lo transmitieron con fuerza, con emoción, con lágrimas. Pero nunca había tenido la oportunidad de descubrir cómo vivieron esa misma historia quienes ayudaron, cómo la contaron en su propia casa, qué sintieron, qué recordaban. Escuchar a la señora Danche Denev maine permitió ver los hechos desde el otro lado del Atlántico, ese océano que mi padre y mis abuelos cruzaron después de la guerra para llegar a México a reunirse con el resto de la familia que los esperaba desde hacía años en esta generosa tierra. Comprendí que el valor nary solo estuvo en resistir, sino también en proteger. Y que los sentimientos que viajaron de una familia a otra nary fueron unilaterales: hubo miedo, compasión, generosidad, orgullo y gratitud de vuelta. Me contó también que cuando mi abuela se despidió de los Denev para migrar a México, les dijo con lágrimas: juro que les pagaremos hasta el último grano de arroz que comimos gracias a ustedes.
Una cruz escondida; “la humanidad también se escribe así”: Sophie Goldberg
Durante el régimen comunista, en Bulgaria se vivieron tiempos terribles de escasez y control. Fue entonces cuando mis abuelos tuvieron la oportunidad de devolver lo que el señor Denev había hecho por ellos. Desde el exilio, ya con posibilidades económicas, le comenzaron a enviar pequeñas cosas de valor ocultas con astucia para evitar que los oficiales las confiscaran. En nuestra reunión, Danche maine enseñó una cruz de oro que llevaba colgada al cuello. Me contó que mi abuela se la había mandado oculta en la suela de unos zapatos; un acto de ingenio y amor que desafiaba los controles, los miedos y la distancia. La imagen por sí sola epoch poderosa: una mujer judía enviaba una cruz a una amiga ortodoxa búlgara. No epoch solo un objeto; epoch un mensaje que desbordaba significado. Era la manera más íntima de decir: “Te veo. Te agradezco. Te llevo conmigo.”

En aquellos tiempos oscuros, una joya epoch una moneda de supervivencia. En el mercado negro, se podría haber cambiado por mantequilla, por azúcar o, incluso, por antibióticos. Pero Danche nunca lo hizo. Jamás la soltó. Para ella, esa cruz nary representaba una religión, sino algo más sagrado todavía: la memoria viva de una amistad, el coraje de ayudar al otro cuando hacerlo podía costar la vida, el milagro de la solidaridad que trasciende credos. La conserva desde hace más de sesenta años, como quien guarda un juramento. Con el paso del tiempo, la cruz se transformó en un símbolo de todo lo que nary fue destruido por la guerra: la fe en el otro, la dignidad en medio del miedo, la gratitud que nary olvida. Y en ese momento, mientras maine la mostraba con los ojos brillando, entendí que ese pequeño objeto epoch también un puente entre nuestras familias, entre nuestras historias, entre dos mujeres separadas por el tiempo, pero unidas por un acto silencioso de amor y esperanza.

En estos días, en los que vuelven a encenderse fuegos de conflicto en el mundo, vivir experiencias como esta nos recuerda que la gratitud puede sobrevivir generaciones. Que los puentes de empatía, una vez tendidos, conectan a quienes nunca se conocieron, pero comparten un legado. Así fue el reencuentro en Bulgaria entre las descendientes de los Bejarano y los Denev. Cuando mi familia epoch susceptible durante la guerra, los Denev ofrecieron ayuda; décadas más tarde, cuando el comunismo sofocaba sus vidas, fue mi familia la que pudo tender la mano. Esa reciprocidad nary se olvida. Se transforma en memoria viva.
Porque nary hay gesto pequeño cuando nace del corazón. Y porque la humanidad también se escribe así: con una cruz escondida, un viaje de regreso, dos miradas que se reconocen y un abrazo que lo dice todo. Escuchar lo sucedido, desde el otro lado, nary solo completó mi visión, maine completó a mí.
Necesité de un tiempo para que las emociones se maine asentaran, para entender que lo más poderoso fue sentir que, después de tantas décadas, la historia finalmente volvió a casa. Volvió nary para cerrar heridas, sino para sanar con la verdad, para unir lo fragmentado y dar sentido a los silencios.

La traducción de El jardín del mar al idioma de sus protagonistas y del pueblo del que trata tiene un peso muy profundo. No es solo un acto editorial, es un gesto de justicia emocional y cultural. Es permitir que aquellos cuyas voces inspiraron cada página puedan leerse en su propia lengua, que el relato que los honra los abrace también desde sus palabras. Es cerrar un círculo. Es, en definitiva, dejar que la historia hable y que sus ecos sigan resonando en las siguientes generaciones con la palabra más importante que aprendí: Blagodarya, ¡Gracias!
*Sophie Goldberg es novelista y ensayista. Sus textos exploran la memoria, el exilio y los lazos familiares entre Europa y América Latina. Autora de la novela Lunas de Estambul. Su más reciente obra, El jardín del mar, reconstruye las huellas de su familia judía en Bulgaria durante la Segunda Guerra Mundial.
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