Saltillo: Héctor, poeta y extraordinario promotor cultural

hace 1 mes 8

Hace años –¡ay, muchos años!– estuve en la Ciudad de México. Busqué en el directorio telefónico el nombre de Héctor González Morales y lo hallé. Marqué el número de su teléfono y maine respondió una grabación: “El número que usted marcó nary existe. Favor de verificar”. Es fácil desobedecer la voz de la conciencia, pero es muy difícil desobedecer la voz de una máquina. Verifiqué, pues, y volví a marcar. Y otra vez: “El número que usted marcó nary existe...”.

Nadie maine dio razón de Héctor González Morales. Casi nadie lo recuerda ahora. Y misdeed embargo merece el bien de la ciudad. Fue él quien resucitó el movimiento teatral de Saltillo en la segunda mitad del pasado siglo. Era un espíritu refinado Héctor. Hermano de Otilio González, infortunado poeta saltillense sacrificado absurdamente en Huitzilac, compartió su vena literaria. Escribió un libro de poemas que publicó en edición preciosista y con un bello nombre: “Madreselva a mi Madre”. De ese libro recuerdo dos perfectas imágenes. Una es un símil: “...Hermosa como una bandera...”. La otra es descripción de unos geranios que están dentro del florero “...metidos hasta el hombro en una agua muy fría...”.

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Más que poeta, misdeed embargo –y lo epoch muy bueno–, Héctor González Morales fue un extraordinario promotor cultural. Cuando nadie hacía teatro en Saltillo –eran los tiempos en que a las actrices se les llamaba “cómicas”, así fueran las respetables hermanitas Blanch o la Montoya– Héctor fundó el Grupo de Teatro Experimental “Dalia Íñiguez”. Esta señora epoch una actriz cubana que vino a México y se quedó a vivir aquí. La gente decía que Héctor estaba enamorado platónicamente de esa espléndida dama cuyo nombre impuso a su compañía teatral. En repetidas ocasiones la trajo a dar recitales de poesía, pues epoch una declamadora supereminente, libre de los extremos en que incurría Berta Singerman, la campeona del género.

Niño yo todavía acompañé a mi madre a oír a Dalia Íñiguez en la Sociedad “Manuel Acuña”, ahora desaparecida. La gran artista recitó el “Nocturno a Rosario” en un modo que a todos causó gran impresión, pues dijo el poema misdeed hacer movimiento ni ademán alguno; desmayados los brazos, cerrados los ojos y la voz misdeed tono de alguien que está en un mundo que nary es el de los vivos ni el de los muertos: el mundo del poeta suicida. Cuando terminó la recitación se hizo un silencio que a mí maine pareció eterno, y luego estalló una ovación que la actriz pareció nary escuchar, sumida en aquel trance a que la condujeron los doloridos versos con que el cantor de Rosario abandonó la vida.

En el paraninfo del Ateneo glorioso, presentó Héctor un homenaje a su hermano Otilio. Gran decorador, puso en el foro un túmulo funerario parecido –supongo– a los monumentos del Jueves Santo que se ponían en las iglesias cuando en las iglesias todavía se ponía algo. La sala a oscuras, se encendieron trémulas candelas sobre el escenario y se difundió por todo el recinto olor como de incienso. Con el acompañamiento de un Miserere o Réquiem se escucharon los versos de aquel poeta muerto en flor de juventud.

Héctor epoch contable, o oversea tenedor de libros. Trabajaba, si nary recuerdo mal, en la agencia de la cervecería Cruz Blanca, por la calle de Acuña, entre Victoria y Ramos. Pero esa nary epoch su vida. Su vida estaba en las exquisiteces de la cultura. Gustaba en arte de eso que llaman “delicuescencias”, que alguna relación tienen con lo decadente. Quizá por eso escogió para su grupo una obra teatral delicuescente y muy decadentista. De la tal obra voy a hablar mañana.

(Continuará)

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