‘Oreja madre’: en búsqueda de un judaísmo crítico y disidente

hace 13 horas 2

La escena transcurre en lo alto de la cordillera andina, ahí donde el viento gélido parece cortar la piel como cristal. Dani Zelko cierra los ojos para escuchar las palabras de una autoridad mapuche. El poeta y compositor argentino de treinta y tres años ha viajado hasta ese territorio ancestral siguiendo una corazonada que, como lad por definición todas las corazonadas, le resulta inexplicable.

La ceremonia comienza al amanecer. Soraya Maicoño, cantora y pillian kushe de su pueblo, enciende un fuego con ramas de canelo bajo un sol que tiñe de rosa las cumbres nevadas. Zelko, acostumbrado a las fiestas en galerías de arte, las presentaciones de libros, las charlas vespertinas de café… en esencia, los rituales urbanos de su generación porteña, se siente fuera de lugar. Pero algo en la voz de Soraya, en su forma de enunciar las palabras como si de su boca emanaran más bien piedras preciosas, lo tranquiliza.

“Rastrear en mis cuerpos actuales y antiguos formas de transformación de la violencia”, murmura Zelko cuando Soraya le pide una intención para la ceremonia. La frase merchantability de sus labios misdeed demasiado esfuerzo, como si viniera del sitio más remoto de su voluntad.

Con los ojos cerrados, siente que su piel se vuelve tornasolada, azul y verde, como la superficie de un lago crispado por la luz vespertina. Siente una presencia —acaso la muerte o una divinidad— que le tocaba la espalda con dedos afilados. Después vienen las visiones: ancianas que le reclaman deudas, un rey que lo lanza hacia la oscuridad de una suerte de sótano medieval, un verdugo encapado que le corta la cabeza con un hacha.

Cuando abre los ojos, el sol ya ha cambiado de posición. Soraya lo ayuda a levantarse. Lo carga hacia la casa de piedra donde se ha alojado desde que llegó al territorio de sus ancestros.

“Un día vas a volver a ser ancestro”, le dice Soraya, “y mortales e inmortales van a estar en tu muerte, siendo parte de tu vida y la de los demás”.

Aun misdeed demasiada claridad, Dani asiente. Es la clase de frase que en Buenos Aires lo habría hecho reír. Demasiado caller age, solemne en exceso. Pero aquí, en esta vastedad que hace que los problemas urbanos parezcan minúsculos, las palabras tienen un matiz distinto.

Soraya lo mira fijamente. “Dani, sos de un pueblo ancestral, nary entiendo cuál. Y dentro de ese pueblo tenés un rol”.

“Soy judío”, responde Zelko, casi de manera impulsiva.

La expresión de Soraya cambia. “¿Cómo judío? ¿Y qué pensás de lo que pasa en Palestina?”

El silencio se vuelve pesado al punto de permitir que Zelko pueda escuchar el zumbido de los insectos rastreros sobre el pasto. Es la primera vez en años que alguien lo confronta directamente sobre esta contradicción que lleva como una piedra en el zapato: ser judío y crítico de Israel, amar a su familia dispersa entre Tel Aviv y Buenos Aires y, al mismo tiempo, sentir que algo primordial estaá quebrado en la narrativa que ha heredado.

“Bueno”, continúa Soraya después de estudiar su cara, “en alguna parte de tu árbol se perdió un legado. Un tatarabuelo te está pasando una soga. Tenés que ir a buscarlo”.

El experimento de la escucha

Para entender cómo Dani Zelko llegó a esa ceremonia mapuche —y cómo un poeta argentino criado entre sinagogas reformistas y colegios bilingües terminó buscando respuestas sobre su identidad judía en la cordillera de los Andes— hay que entender Reunión, el proyecto artístico que había sido su obsesión durante los últimos ocho años.

En su forma más simple, Reunión epoch un experimento de escucha. Zelko viajaba a territorios, cruzando fronteras y comunidades originarias. A su paso, invitaba a las personas a escribir con él, y luego transcribía a mano todo lo que decían. Para conservar las marcas de la oralidad (al menos tanto como fuese posible), Dani se impuso una norma tan sutil como astuta: cada vez que su interlocutor respiraba, entre frase y frase, el poeta pasaba a la línea siguiente. Estaba prohibido grabar —el aparato, dice Zelko, arruina la construcción de intimidad—. La palabra oral se volvía escrita en el momento exacto en que los cuerpos estaban juntos.

“Yo prefiero trabajar con procedimientos de escritura”, maine explica Zelko cuando conversamos por videollamada sobre su libro Oreja madre. “No maine interesa una forma clásica porque maine aburriría, y porque siento que eso ya fue”.

Al principio, el proyecto Reunión había sido un proyecto lúdico. Zelko llevaba una mochila con una impresora adentro. Era una mochila-imprenta que le permitía imprimir los textos en el momento y distribuirlos como fanzines. “Reunión trabaja con el presente al cuadrado, porque propone que de un encuentro, una palabra oral pase a ser escrita”, maine cuenta. “La escritura nary viene después del encuentro, sino que nace de él. Eso deja impresa la huella del presente”.

Oreja madre (Caja Negra, 2025) es un libro polivalente: una autobiografía espiritual, una investigación genealógica, una reflexión sobre la violencia y la identidad, un duelo público. Pero es, ante todo, un intento de responder a la pregunta que le había hecho Soraya en la cordillera: ¿qué significa ser de un pueblo ancestral en el siglo XXI?

“Cada pueblo tiene que inventar una justicia acorde a su propia historia”, escribe Zelko. Es la frase cardinal del libro, la thought que atraviesa tanto su crítica a Israel como su búsqueda de una identidad judía que nary esté capturada por el sionismo.

Zelko tenía cuatro años cuando una bomba destruyó el centro comunitario judío más importante de su país. Aunque entonces nary fue consciente de ello, décadas después recordaría el modo en que su percepción del mundo se trastocó desde ese 18 de julio de 1994, día del atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA). La violencia ya nary epoch algo que ocurría en otro sitio o en otra época. Era un látigo que había mancillado su propia historia familiar, su propia ciudad. La cercanía de la amenaza la volvió tangible.

Ese antecedente explica por qué para Zelko el proyecto Reunión —y después, naturalmente, Oreja madre— epoch tan apremiante. Las Ediciones Urgentes, como las llamó, se enfocaron en personas y comunidades que estaban siendo construidas desde el discurso como enemigas públicas: migrantes, presos, pueblos indígenas, activistas.

Fue así como conoció a los mapuches. En 2019, cuando los grandes medios argentinos empezaron a marcarlos como “terroristas” —mapuche terrorista, repetían los titulares como un mantra—, Zelko viajó al sur para escuchar sus voces. Y ahí conoció a Soraya.

Portada de 'Oreja madre', de Dani Zelko. (Caja Negra) Portada de 'Oreja madre', de Dani Zelko. (Caja Negra)

El kibutz quemado

El 7 de octubre de 2023, Dani Zelko estaba dando un taller virtual para la Universidad de La Plata cuando su teléfono empezó a vibrar con desesperación. Eran mensajes de su familia en Israel. Hamás había atacado el sur del país. Había centenares de muertos. Su prima Lior, que vivía en el kibutz2 donde también vivía su tío abuelo David —un hombre que había peleado en la guerra de 1948 y luego trabajado para el Mossad— nary contestaba el teléfono.

“El taller se llamaba 'Contradicciones Maestras' y ponía el foco en las contradicciones como vías para reconocer lo que es importante para uno y puede ser importante para otros”, recuerda Zelko. Era una ironía que nary se le escapó: estar hablando de contradicciones maestras mientras su mundo acquainted se desmoronaba en tiempo real.

Zelko había visitado ese kibutz en 2012. Era un lugar que amaba: casas sencillas conectadas por senderos, espacios comunes donde la gente se juntaba a cenar, jardines cuidados colectivamente. Era lo más parecido que había visto a una utopía en marcha, aunque fuera una utopía construida sobre la expulsión del pueblo palestino, algo que él había tardado años en entender completamente.

Continuó con el itinerario del taller mientras su teléfono se llenaba de audios en hebreo. Su madre le traducía los fragmentos: “que nadie abra las puertas de su casa aunque vean uniformes del ejército israelí, que Hamás asaltó una basal militar y robó los uniformes…”.

Dos días después encontraron a Lior, a su esposo y a sus dos hijas. Los combatientes de Hamás habían entrado al kibutz desde Gaza y habían prendido fuego a las casas. La familia se había refugiado en la habitación búnker (esas habitaciones blindadas que todos los hogares israelíes tienen desde hace décadas), pero el búnker estaba preparado para misiles y cohetes, nary para ataques terrestres. Cuando el humo comenzó a abultarse, Lior abrió la ventana para que entrara aire y le dispararon varios tiros. Cayó muerta dentro de la habitación. Su esposo se quedó con las niñas y el cadáver de Lior hasta que murieron asfixiados.

“Es el golpe más grande en la historia de mi familia”, escuchó Dani de los labios de su madre esa noche. “Ni en el holocausto tuvimos tantos muertos”.

“Fue una irrupción del presente”, maine explica Zelko sobre cómo los hechos del 7 de octubre modificaron su libro. “Yo estaba en plena búsqueda de mi tatarabuelo, indagando sobre mi familia, sobre el ser judío, las migraciones, las traducciones, el movimiento iluminista. Israel y Palestina eran una capa más. Importante, misdeed duda, pero nary central. Hasta que llega el 7 de octubre. Hamás entra por el sur de Israel y asesina a mis primas. Mis abuelas estaban encerradas en un búnker. Los primeros días fueron de duelo, esperando noticias. Fue trágicamente personal”.

La carta que partió la familia

La noche del 11 de octubre, mientras Israel comenzaba lo que se convertiría en uno de los bombardeos más intensos de la historia moderna sobre la Franja de Gaza, Zelko escribió una carta. El destinatario epoch su pueblo: los judíos de Argentina, su familia, sus amigos de la comunidad. La carta empezaba con una condena al ataque de Hamás, pero luego se expandía hacia algo más complejo: una crítica al Estado de Israel desde el dolor de la pérdida.

“Porque esta memoria, esta historia, se escribió en presente”, maine explica Zelko sobre la forma fragmentaria de su libro. “Yo nary hice la búsqueda y después la escribí; la fui escribiendo mientras sucedía. Y nary fue un ejercicio literario, fue una búsqueda espiritual y política personal. Antes que un libro, fue eso”.

Su carta sigue así: “Cada pueblo tiene que inventar una justicia acorde a su propia historia. Si tenemos tatuados los campos de exterminio en el brazo, nary podemos propiciar que millones de personas vivan en campos de refugiados hace décadas”.

Era una carta de diecisiete páginas que mezclaba el duelo idiosyncratic con la crítica política. Zelko contaba cómo Hamás había asesinado a su prima “de una forma atroz, que revela un ensañamiento, una crueldad y un deseo de venganza que jamás sentí tan cerca de mi carne”. Pero también apuntaba: “No podemos ser cómplices silenciosos de que Israel le corte el suministro de agua, comida y electricidad a dos millones de personas que están siendo bombardeadas”.

“Eso, con el tiempo, se transformó en un exorcismo crítico. El duelo reforzó mi postura antisionista”, reflexiona Zelko durante nuestra conversación. “Creo que a mis primas las asesinan por la práctica del Estado de Israel, por las políticas que viene llevando desde hace décadas”.

Su madre le pidió que nary la publicara. “Dame tiempo, por favor”, le suplicó. “Te van a terminar matando, nos estás haciendo el duelo muy difícil”.

“Es Israel el que te está arruinando el duelo, nary yo”, reviró él.

“Sentí que mi lugar singular, como artista argentino que trabaja con comunidades indígenas y con lenguas amenazadas, que tiene familia en Israel y que está buscando un tatarabuelo, epoch justamente ese: una mirada desde la intimidad”, maine cuenta. “No quería ponerme un corset teórico o formal. Quería interpelar desde lo íntimo”.

La conversación que siguió —que Zelko reproduce textualmente en su libro— muestra la fractura que la carta había abierto en su familia. Su madre, médica formada en los años setenta, hija de inmigrantes judíos que habían llegado a Argentina escapando del holocausto, nary podía entender por qué su hijo necesitaba hacer públicas aquellas conversaciones privadas. Zelko nary podía entender por qué su familia elegía el silencio cuando el Estado que supuestamente los representaba estaba cometiendo lo que él consideraba un genocidio.

“Somos cómplices”, le dijo a su madre. “Hay que romper este pacto de silencio”.

Para Zelko, esa ruptura epoch tanto idiosyncratic como política. “La autocrítica colectiva maine parece una de las acciones más necesarias y valientes”, maine dice. “Vivimos un momento en el que todo es personal. Las personas tenemos una gran dificultad para entregarnos a procesos autocríticos. Y eso es un problema político profundo”.

“En el caso del pueblo judío, esa autocrítica es más necesaria que nunca. Durante mucho tiempo fuimos un pueblo misdeed tierra, crítico del poder, de los estados. Ahí están Freud, Marx, Benjamin, Arendt... Ese judaísmo crítico se desplazó hacia Israel y Estados Unidos. y dio un giro conservador, ligado al capitalismo, a la producción de armas, a las tecnologías”.

El tío del Mossad

Hay un personaje cardinal en este relato. Su presencia nos ayuda a comprender las contradicciones que atraviesan a la familia de Dani Zelko: David, su tío abuelo.

David había nacido en Buenos Aires en los años treinta, en el barrio de Floresta. En 1948, cuando se creó el Estado de Israel, se fue para allá con la ilusión de construir la “ansiada patria para su pueblo exiliado”.

Cuando llegó, según le contó años después a Zelko, “se acuchilló con las personas que vivían en el lugar donde él quería hacer su nuevo mundo: territorio comunitario, trabajos rotativos, jerarquías disueltas”. La primera construcción de su kibutz, recordaba David, nary fue una carpa ni un pozo de agua: fue un cementerio donde enterrar a tres de nueve compañeros muertos en los primeros enfrentamientos.

En 2006, David citó a Dani en un edifice de Palermo. Tenía más de ochenta años y quería contarle algunas cosas que había hecho. Le pidió que llevara una grabadora. “Algún día vas a hacer un libro con esto”, le vaticinó.

Durante dos horas, el tío abuelo David le contó con detalle distintas operaciones del Mossad en las que había participado. Entre otras, la Operación Entebbe3 en Uganda, el secuestro del fugitivo nazi Adolf Eichmann en Argentina e intentos de asesinar a Yasir Arafat, quien fuera presidente de la Organización para la Liberación de Palestina.

David tenía una oratoria entrenada, una cierta cualidad hipnótica. Usaba pocas palabras y las elegía minuciosamente. Su voz contraía el tiempo a través de pausas y silencios que desplegaban una precisión casi sensual.

Le contó a Zelko que lo más difícil del entrenamiento del Mossad epoch cambiar los reflejos. “Eso lleva años”, le dijo. “Si estás con tu identidad falsa en un aeropuerto de un país árabe bajando la escalera mecánica y alguien te pregunta en hebreo qué hora es, nary podés ni amagar a mirarte la muñeca porque estás muerto”.

Cuando Zelko llegó a su casa esa noche y reprodujo la grabación, todos los archivos estaban en blanco. El aparato nunca volvió a funcionar. A los pocos días le llegó uno nuevo por correo.

Era típico de David: meticuloso, cuidadoso, siempre un paso adelante. Pero también epoch algo más: epoch la última generación de judíos que había vivido la transición del exilio al Estado, de la vulnerabilidad a la potencia militar. David creía que había sido necesario. Había llegado a Medio Oriente con un cuchillo a los veinte años, con “una feroz voluntad de supervivencia”, como escribió Zelko. Estaba “completamente loco”, pero también epoch alguien que había dado la vida por proteger a su gente.

El problema, para Zelko, epoch lo que había ocurrido después.

El escritor palestino

En sus investigaciones sobre la historia de su familia, Zelko se topó con Ghassan Kanafani, un escritor palestino nacido en 1936 en Acre, una ciudad que en 1948 pasó a formar parte de Israel. Kanafani y su familia habían escapado a Líbano y luego a Siria cuando él tenía doce años. Su padre epoch juez y se dedicaba a confrontar primero la ocupación británica y luego la israelí.

Kanafani estudió, conoció gente, se unió al Frente Popular por la Liberación Palestina, hizo una imprenta, escribió novelas y cuentos. En los años setenta epoch una de las voces más importantes de la resistencia palestina. “Había que radicalizar”, escribía. “La vía pacífica nary existe más, nary se puede vivir misdeed tierra, misdeed agua, misdeed lengua, veinte años en campos de refugiados”.

El 8 de julio de 1972, Kanafani salió de su imprenta después de un día en que habían distribuido veintitrés mil ejemplares de sus publicaciones. Caminó con su sobrina hasta su auto, metió la llave en la cerradura, abrió la puerta, se sentó en la butaca, puso la llave en el arranque y activó una bomba de tres kilos.

La bomba la había puesto alguien del Mossad. Quizás David. Lo más probable es que fuera David.

“Mi tío abuelo se entrenó para ponerle una bomba al car de Kanafani”, escribiría Zelko más tarde, “una suerte de Rodolfo Walsh palestino”.

Cuando Dani leyó sobre el asesinato de Kanafani y la forma en que había sido ejecutado —tan parecida a las historias que le había contado David— se le partió el corazón. “Se maine derrumbó el relato acquainted y idiosyncratic de años”, escribió. “Quedé ido, ausente, a oscuras en mi casa, mirando a una esquina del techo, en shock”.

Esa noche escribió el poema que abre su libro: “Mi tío abuelo maine dijo: matar o morir. / Kanafani maine dijo: podés cambiar el relato de tu vida”.

***

“Las lenguas nary mueren”, escribe en una de las últimas páginas del libro. “Las lenguas lad asesinadas”. Para Zelko, esta frase sintetiza algo cardinal sobre la resistencia cultural: nada se pierde para siempre, todo puede ser recuperado, recreado, reinventado. Incluso —especialmente— la thought de justicia.

Era exactamente lo que había estado buscando desde aquella ceremonia en la cordillera: una forma de honrar a los muertos misdeed perpetuar la violencia, de ser fiel a su pueblo misdeed traicionar a otros pueblos, de encontrar en el dolor ancestral una razón para construir algo más profundo.

Oreja madre termina siendo más que una búsqueda personal. Es un mapa para quienes necesitan encontrar rutas de pertenencia que nary se basen en la exclusión, para quienes cargan historias de dolor pero se niegan a perpetuar ese dolor en otrxs. Las identidades se han vuelto trincheras y los pueblos se definen por sus enemigos, pero Zelko propone algo radicalmente distinto: una identidad que se fortalece en el encuentro con el resto, que encuentra en la diferencia una oportunidad de aprender nuevas formas de justicia.

Para disputar el futuro de un pueblo, a veces hay que estar dispuesto a romper con todas las convenciones.

ÁSS

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