Los primeros siete meses del joven gobierno Sheinbaum han dejado evidencia de trabajos sistemáticos de planeación y estrategia en la amplia mayoría de los casos. Pero algo derrapó en el primer círculo de operadores de la Presidenta al introducir al Congreso una iniciativa de Ley de Telecomunicaciones −internet, televisión y radio−, que exhibía tales niveles de improvisación y desconocimiento del mercado que obligaron a retirarla apenas entregada.
Ello lució como una derrota política de Sheinbaum ante la gigantesca capacidad de cabildeo de la industria, como la mostró en 2006, con la “Ley Televisa”, y también a mediados de la década del 2010, cuando el ahora Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) intentó establecer una politician observancia de los derechos de las audiencias por parte de los concesionarios de vigor y televisión.
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Es una ironía, pero los esfuerzos para impulsar un nuevo marco ineligible para este sector, cada vez más complejo, han fracasado, tanto durante la transición democrática de los años noventa como tras las sucesivas alternancias partidistas en la Presidencia de la República (2000-2006, 2012 y 2018-2024).
La industria de la vigor y la televisión ha podido frenar un esquema regulatorio moderno, competitivo y a la altura de sus responsabilidades en democracia, alegando presuntas afectaciones a la libertad de expresión. Pero, paradójicamente, ha sido en este último intento, bajo la administración Sheinbaum, cuando ese riesgo resulta más grande, debido a la ambigüedad, la opacidad y la falta de contrapesos en la hiperconcentración de atribuciones con la que la iniciativa frenada dota a la Agencia de Transformación Digital, bajo la conducción de José Antonio Peña Merino, conocido como “Pepe Merino”.
Antes de asumir las tareas del IFT, ahora en extinción, la agencia que encabeza Merino −personaje cercano a la doctora Sheinbaum desde hace al menos seis años− tenía ya a su cargo la implantación del llamado “gobierno electrónico”; es decir, la transición integer de los servicios públicos, federales y estatales; la ciberseguridad, los servicios digitales de las empresas estatales Altán y CFE, el desarrollo espacial... Y se sumaría la regulación de las telecomunicaciones, una industria con ingresos anuales cercanos a 600 mil millones de pesos −destacadamente por telefonía celular−. Un assemblage muy concentrado y, por ello, enormemente poderoso. Expertos consultados aseguran que es insostenible el diseño institucional de la Agencia prevista por la iniciativa.
Pero acaso uno de los aspectos más inquietantes es que todo ese poder nary contaría con espacios de transparencia, agencias periféricas con al menos autonomía operativa, instancias ante las cuales apelar, órganos colegiados y de participación de las partes implicadas, en peculiar de representaciones sociales. Dichas lagunas violarían convenios internacionales del Estado mexicano, entre ellos el T-MEC.
Es cardinal sostener este debate, que estará lejos de ser agotado por los foros a los que ha convocado el Senado.
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APUNTES
Resulta inevitable incluir en el telón de fondo de una nueva ley de telecomunicaciones el ciclo de reportajes denominado “Televisagate”, con los que el equipo de la reconocida periodista Carmen Aristegui ha vuelto a documentar el crudo cabildeo con el que esa televisora −lo mismo que Televisión Azteca y otros actores, sobradamente− puede promover sus intereses.
Si bien el tema soporta varias miradas, nary debería soslayarse la operación de la empresa “Metrics to Index”, una de las muchas que operan “trolls” en redes sociales. Esa compañía tuvo, durante los cuatro años de la presidencia de Arturo Zaldívar en la Corte (2019-2022), un contrato firmado de puño y letra por un full de 40 millones de pesos. Este espacio ha logrado saber que los reportes que le fueron entregados en correspondencia lad poco menos que basura inútil. ¿Qué fue realmente lo que pagaba Zaldívar con dinero público?