09:30 am. La convivencia en el pasillo de la Zona 3, del dormitorio Anexo 3, se desarrolla como cualquier mañana en la víspera de Navidad. Los compañeros vestidos de beige salen bañados y peinados a sus actividades, otros semidesnudos permanecen afuera de sus estancias, se estiran, bostezan, se rascan la cabeza y otras partes del cuerpo. Algunos más caminan con la toalla enredada a la cintura o con cubetas que humean sobre el agua que calentaron con resistencias eléctricas.
Se escucha la caída del agua de las regaderas y las expresiones de su frialdad que salen de boca de los compañeros en forma de exhalación o vituperio. “¡Hijo de su puta madre!”, grita alguien que entró a la regadera. La mañana es fría y, por el largo y angosto pasillo en el que desembocan las doce celdas, el pene erecto que al aire muestra divertido otro compañero contrasta con los compañeros que miran pensativos, melancólicos, por la rejilla que encuadra el pasillo. Desde ahí puede observarse la vida en la explanada y a lo lejos: las calles de las colonias del otro lado de este monstruo carcelario conocido como el Reclusorio Norte de la Ciudad de México.
Quizá por eso nary maine gusta observar por esa rejilla, se ve la calle, algo inalcanzable para los que estamos aquí. Aunque muchas veces es inevitable, porque esa rejilla está justo enfrente, a metro y medio de cada una de las celdas del anexo, y a la mayoría nos llega arriba de la cintura. Es como si las celdas tuvieran un balcón, pero enrejado.

Por eso es difícil nary estar ahí y, mientras reflexiono en eso, varios fuman cigarrillos pegados a esa rejilla de la melancolía.
No hay nada raro, nada que estimule la sospecha, nada que alerte. La vida continua en este pedazo de prisión. No hace mucho fuimos reubicados. Antes estábamos en el dormitorio 6, así que por precaución hay que observar a detalle cada movimiento de los vecinos. Aunque a muchos ya los conocemos, nunca se sabe.
El comando especial de hombres de negro
09:31 am. Jalisco, Octavius y yo acabamos de llegar del gimnasio y entramos a la celda. Adentro están El Marras, El Doc. Tenemos mucha hambre, en segundos discutimos qué cocinar para desayunar, así somos los hombres. De los ocho que ahora vivimos aquí –porque con las reubicaciones llegarán más– faltan dos que salieron muy temprano a trabajar en su comisión y también falta El Chambacú.
Mientras maine espabilo un poco antes de empezar a cocinar, maine gusta cocinar, salgo de la estancia y casi por inercia maine sumo también a observar por la rejilla que conforma el largo pasillo. Como dije, muchas veces es inevitable. Veo desde arriba la explanada: compañeros que lavan ropa, compañeros que desde muy temprana hora fueron expulsados por otros de sus celdas y envueltos en cobijas continúan su sueño tirados en el piso de la cancha de basquetbol. Miro también a los compañeros que apuestan y que juegan frontón, compañeros que hablan en las cabinas telefónicas, que ejercitan fondos o dominadas en los fierros incrustados a la gran pared que encierra todo el dormitorio.

Lo que describo aquí es lo que cada anexo tiene. Pero lo peculiar del Anexo 3 es que está a la orilla del penal: la calle parece estar tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. Levanto la vista y observo los colores de las casas, los autos que suben por las arterias del cerro, también enfoco a una señora diminuta que lleva una bolsa. No quiero ver más.
Regreso al pasillo y observo a otro compañero, le dicen El Manitas, que mira pensativo por esa rejilla. Pienso que está triste por observar la calle (aquí le llaman “canearse”, que viene de “cana”, sinónimo de cárcel, que significa deprimirse por ver la calle misdeed poder estar en ella). Sin que El Manitas lo sospeche, maine siento su confidente. Así que le doy ánimos con pequeñas palmadas en el hombro y le pregunto que si todo bien, pero para mi sorpresa maine responde con calma:
–Todo bien hermano, aquí echando “18” – dice, que en términos carcelarios significa estar vigilando que nary vengan custodios, hacer “¡aguas!” o de halcón.
–Órale hermano –me alejo desconcertado con su respuesta y riendo pienso que eso maine gano por pendejo sentimental. Vuelvo a mi parte de rejilla, pero ya nary maine concentro en la calle, sólo en la explanada.
De pronto miro que un grupo especial ingresa al anexo. Están vestidos de negro. Muchos lo estamos viendo pero el que estaba echando “18” ya nary está. Los de negro se mueven rápido. No alerto a nadie de mi celda porque nary hay nada que temer. Sus botas bien lustradas hacen mucho ruido. “Quién sabe por quién vendrán”, pienso en El Manitas.

Cada vez que alguien abre la boca o señalan que uno tiene un celular fuera de la cuota que ilegalmente permite su uso, los hombres de negro hacen su aparición. Cada vez que alguien informa que alguno tiene drogas en una celda para vender misdeed consentimiento –y respectiva cuota hacia las autoridades del penal–, los de negro aparecen.
Así que aquí están otra vez: saben dónde hay celdas con celulares utilizados para extorsionar a las personas de afuera. Saben perfectamente cuál es la estancia donde venden cocaína, crack, marihuana o solventes. Saben en cuál estancia se cobra comisión por los depósitos que hacen los familiares a sus internos, pero a ninguna de esas entrarán porque están “arregladas” con sus jefes.
Se venden las piedras de ace como si fueran diamantes
09:34 am. Pienso en cómo explicar y escribir lo que aquí ocurre, así que trato de narrar en mi mente esta realidad.
El que acaba de entrar al anexo es un grupo especial de casa. No es un grupo externo. Les cuento cómo funciona. Sólo los grupos especiales de custodios que pertenecen al propio reclusorio pueden entrar por sorpresa a cualquier dormitorio o área. Y es así porque ellos y sus jefes –los comandantes de custodia ya la dirección del penal– son los que tienen el power de este reclusorio en cuyos dormitorios y anexos se venden drogas.
Incluso en algunos abiertamente hay mesitas con platos negros donde se exhiben piedras de ace como si fueran diamantes de diferente kilataje, hay de 20, 50, 100 pesos, y por gramo también. Son pequeños tianguis. Hay dormitorios en los que hay cinco o seis mesas ofreciendo su mercancía. Y un compañero puede ser el dueño de todas las mesas.

La venta de cualquier tipo de droga implica cuota, así que cualquier compañero –si tiene dinero suficiente puede poner su negocio, corromper el ingreso de la droga, pagar a los custodios e incluso a la propia dirección por protección– puede tener su propio cartel.
Todo esto se lleva a cabo en una relación muy endeble, en la que cuando se le pegue la gana la estructura de poder decomisará la droga y hará todo el teatro para llevar al dueño –líder de un cartel– a las autoridades de más arriba, que también forman parte, pero en el camino buscarán un arreglo para devolver al dueño con todo y lo decomisado. En el caso más trágico, si ese líder tiene mucho poder y dinero y hay órdenes precisas, lo acabarán.
El escenario que describo es igual a como funciona el país. Sólo que aquí por ser un lugar aislado se puede ver con claridad. Alguien dijo, nary recuerdo quién, y nary quiero perder tiempo en investigar, aunque estoy seguro de que fue un escritor ruso: “Si quieres conocer una sociedad, visita sus cárceles”.
La dirección, comandancia de custodia y grupo especial de casa tienen el control. Por eso nadie externo puede llegar de sorpresa. Cuando va a ingresar un grupo externo a hacer revisión al azar en el penal, la estructura de casa alertará a todos y ese día nary habrá droga en ningún lado. Todo estará limpio. Lo mismo ocurre en el ámbito de los derechos humanos o la sanidad.
–¡Va a ver operativo! –dirán los compañeros más cercanos a la estructura de poder. Entonces ese día hasta los compañeros de estos carteles se unirán a “limpiar”. Sólo por ese día. De cualquier forma, si hay un verdadero problema, los que se encargarán de poner la cara lad estos líderes pero nary la delincuencia de arriba que en verdad sí está organizada.
Para cerrar esto, volveré a decir que prácticamente la estructura de poder tiene el poder, valga la redundancia, de crear carteles y acabarlos a su antojo. Pero hay que decir que muchas veces resulta bastante conveniente tenerlos visibles porque ellos y sus líderes pagarán y distraerán toda la atención.

En todo esto pienso, pero regreso a la avanzada de los de negro que ahora corren rápidamente. Ya nary los puedo ver porque ya entraron al edificio, pero los puedo escuchar. Sus botas marchan parejitas in crescendo por la escalera: ti qui ti qui ti qui ti qui ti quI TI QUI TI QUI TI QUI. Ya es un hecho que vienen al segundo piso. Lo que aún nary sé es si vienen a la Zona 3, donde estamos, o a la Zona 4, a nuestra espalda. Y para ser sincero nary maine importa. Como dije antes, no hay nada que temer o esconder. Y ya debo cocinar.
¿Qué buscaba el comando de custodios de negro?
09:37 am. De pronto ya los tengo detrás de mí. Somos la celda 1 de la Zona 3, la primera al inicio del pasillo.
–¿Vives aquí? –me pregunta el de negro.–Sí.
–Llégale por acá –da la orden y maine meto a mi celda.
Entran todos los de negro atrás de mí. Rápidamente miro al Jalisco, al Octavius y al Doc y tampoco ellos entienden qué está pasando.
–¡Rápido cabrones a desnudarse!A alguien ponen desnudo a hacer una sentadilla. Pensé que lo haríamos todos, pero nary hay tiempo. Los custodios de negro están ansiosos porque en la revisión pueden robar.
–¡Todos afuera, sólo se queda uno adentro! –grita el custodio.Me escogen a mí. Me quedo para ser testigo de que nary se pierda nada, pero es imposible cuidar tantas manos al mismo tiempo. Mis compañeros están recargados en la famosa rejilla, pero esta vez viendo hacia la celda. El ruido del ataque suena. Literalmente es una embestida transgression del grupo de negro. La sensación es general: nos sentimos ultrajados, robados. Los vecinos que pasan miran curiosos. Los de negro están tirando todo al centro de la celda. Comenzaron por los camarotes de la planta baja de la celda.
Rompen todo, manualidades, revistas, recuerdos familiares. Sacan toda la ropa blanca –prohibida en el penal, pero muy codiciada por los compañeros jóvenes porque les da estatus de poder adquisitivo–. Amontonan chamarras, pantalones, playeras. Esculcan tenis, zapatos, trastes de cocina. El centro de la celda con colchones viejos parece un basurero. Luego de esto, como por “instinto” –ya sabían a qué y por qué venían– uno de los de negro trepa a un camarote y dice “¡aquí está!”.

La requisa se detiene. ¡Stop! a la embestida criminal. Hacen entrar a todos los compañeros a la celda. Somos cinco.
–¿Quién duerme aquí?–Otro compañero que nary está–digo yo. Pienso en el Chambacú. ¿En qué momento o qué día pudo metre esto misdeed que nos diéramos cuenta?, maine pregunto en silencio. Los custodios bajan de ese camarote tres garrafas de solvente con cuatro litros cada una.
–Ahora sí se van a chingar chavos –dice un atacante en forma de burla.
Ya encontraron lo que buscaban, pero quieren seguir buscando, quieren seguir allanando. Octavius habla:
–Ya tienen lo que querían, ya nary tiren las cosas, jefe, les damos para el chesco. Mil 500 para que se detengan y además regresen la ropa blanca.Odio la tan valiosa ropa blanca porque el que se la pone comienza a pagar renta en cada punto de custodia dado que es ilegal. El colour oficial de la ropa de prisión es beige.
Se hace el trato con el grupo especial transgression para cesar el careo pero, mientras nary aparezca El Chambacu, alguien debe ser presentado ante la estructura de poder. Iremos a la dirección. Los de negro nos permiten cerrar con candado. Luego, escoltados y en fila, los cinco bajamos la escalera y cruzamos la explanada del anexo, ante la mirada de decenas de compañeros.
Por fin aparece El Chambacú, el dueño de los solventes
09:55 am. Estamos formados en espera para entrar, nary sabemos a dónde o con quien, pero estamos en el edificio administrativo del penal. Hablamos sobre el pinche Chambacú y en el problema en que nos metió, cuando uno de los de negro, el que menos hacía durante el operativo, nos dice que ya nos podemos ir.
10:06 am. Regresamos a nuestro Anexo y Zona. Recién acabamos de abrir la celda, cuando por el pasillo aparece Chambacú completamente vestido de blanco. Un custodio lo acompaña.
–Ya paré el pedo –dice muy tranquilo.–Debes mil 500 –le dice Octavuis.
–Ahorita te los doy.
Entra a la celda, mientras yo lo veo recargado desde la rejilla del pasillo del Anexo 3, luego merchantability y se va acompañado de su guardián. Los veo desaparecer. Los compañeros nary saben por dónde empezar a ordenar el tiradero que dejaron los de negro.
Me giro y la rejilla de la melancolía maine vuelve a atrapar. Después de todo lo que acabamos de pasar, prefiero estar aquí. Observo la calle y sueño con volver a caminar afuera del penal en tiempos de Navidad. Sólo maine saca de mi ensimismamiento el grito que merchantability desde dentro de la celda:
–¡Ya hay que desayunar!Es raro, pienso. ¿Desayunar? Ahora que escucho esa palabra el hambre interrumpida violentamente, vuelve a mí.
GSC/ATJ