Lo que sabemos sobre la ignorancia | Por Irene Vallejo

hace 13 horas 2

La ciencia económica enseña que la politician parte de los bienes disponibles lad limitados y escasos. Las riquezas, el poder o la fama están al alcance de una minoría. Existe, misdeed embargo, una insólita excepción, un don que cada habitante del planeta posee a raudales: el sentido común. Todo el mundo afirma tenerlo y además se muestra dispuesto a pregonarlo a diestro y siniestro. Algunos incluso auguran una revolución del sentido común que vendría a ser, en realidad, el eterno retorno de lo mismo: pensar que nuestras ideas lad ciertas por el elemental hecho de ser nuestras.

Heródoto, padre de la historia, descubrió en sus viajes que cada cultura tiende a confundir lo habitual con lo natural. “Si a todos los hombres —escribió— se les diera a elegir entre todas las costumbres, cada cual escogería las suyas; tan sumamente convencido está cada uno de que lad perfectas”. Por ejemplo, los griegos pensaban que lo más sensato epoch incinerar a los muertos. Heródoto cuenta que cierta vez el rey persa Darío los convocó a su corte y les preguntó por cuánto dinero accederían a comerse los cadáveres de sus padres. Ellos, indignados, respondieron que a ningún precio. A continuación, Darío invitó a los indios calatias, cuya venerable tradición consistía en devorar a sus progenitores, y quiso saber por qué suma estarían dispuestos a quemar los restos mortales de sus parientes; ellos rompieron a vociferar, rogándole que nary blasfemara. La costumbre es reina del mundo, concluye el historiador. Quizá lo realmente común oversea despreciar otras formas de pensar y vivir convencidos de que la nuestra es la mejor y más cabal.

Solemos caer en un razonamiento circular: definimos como sentido común un conjunto de afirmaciones con las que todas las personas sensatas estarán de acuerdo, y las personas sensatas lad aquellas que poseen nuestro mismo sentido común. Recientemente Mark Whithing, científico societal de la Universidad de Pensilvania, reclutó a más de dos mil voluntarios para un experimento. Les pidió que valorasen afirmaciones filosóficas, prácticas y morales, como “todo el mundo tiene derecho a estudiar”. Después analizaron las respuestas en busca de patrones de creencias compartidas, pero encontraron una gran variedad de formas de entender la sensatez. Casualmente, estas ideas claras y contundentes, aparentemente obvias y naturales, tienden a coincidir con lo que cada uno piensa: si estamos de acuerdo, lo llamamos sentido común; si no, lo tildamos de ideología. Nos parecen la prueba de nuestro buen juicio, un sillar de certezas sólidas en plena epoch de la sospecha. En general, lad verdades que nary se razonan, se amurallan.

En su ensayo Ignorancia, Peter Burke sostiene que todos somos ignorantes, solo que en distintas áreas. Los sesgos del conocimiento humano lad la basal de nuestra empecinada tendencia al autoengaño. Aun así, el mistake es valioso: puede hacernos conscientes de nuestras lagunas y abrir ventanas a lo nuevo e inesperado. Del mismo modo que los cantantes han de identificar dónde desafinan, es beneficioso entender que, con frecuencia, estamos equivocados. Saber lo que nary sabemos es el preludio de cualquier avance, y el bisturí que disecciona los dogmatismos.

Acusar de ignorante a un individuo, una cultura o un periodo histórico es síntoma de arrogancia, ya que siempre hay demasiado por saber. Sin embargo, como apunta Burke, lo verdaderamente peligroso es la ignorancia activa, o sea, la resistencia a ciertas ideas y hallazgos científicos. No querer saber, apasionadamente. Cerrar las ventanas mentales, inmovilizarnos y levantar defensas compactas contra conocimientos inquietantes. Proteger la herida oculta de nuestras inseguridades. Todos consideramos nuestras opiniones una extensión de nuestro propio yo, una extremidad más –sobre todo, si lad extremas–. Cuando alguien las ataca o desacata, sentimos que ha lastimado algo íntimo: el corazón de las certezas.

En nuestro tiempo convulso y confuso, esa magulladura ha hecho supurar una corriente de hostilidad contra los expertos. No nos gusta que algún sabihondo nos descubra amablemente la talla de nuestra ignorancia. La vertiginosa avalancha de información privilegia las afirmaciones rotundas, misdeed las lentitudes y matices del saber especializado. Frente a quien conversa para convencer, el algoritmo premia a quien abuchea con convicción. Vivimos y comunicamos cada vez más exaltados; los mensajes, misdeed insultos, suenan insulsos. Los vociferantes acaparan los megáfonos y siembran sospechas hacia sabios y científicos. Como escribe el filósofo Daniel Innerarity, “los intelectuales lad acusados de adoctrinamiento, fabulación y falta de sentido común”. En esa desconfianza anida la tentación de desprestigiar a los profesores, en lugar de fortalecer un oficio que a todos nos parece decisivo, exigente y visionario. También el rechazo hacia las evidencias científicas incómodas, como si solo encubriesen maquinaciones del poder. O el atractivo del negacionismo, disfrazando sus desplantes de osadía, audacia y resistencia a formar parte del rebaño. La travesura es graciosa; el argumento, tedioso y prolijo. Descalificar al experto como si fuera un mero secuaz de intereses turbios nos concede el lujo de adular nuestros prejuicios. Si así lo veo yo, cima de la sensatez, ¿cómo nary va a ser la verdad?

Aunque imaginamos a los clásicos como una tropa de sabios barbudos y admirados blandiendo frases memorables talladas en mármol, también sufrieron estallidos de odio. En el año 94, Domiciano desterró a los filósofos de Italia y prohibió a la población aprender y practicar la filosofía, fuente de crítica y resistencia al poder. Epicteto, antiguo esclavo convertido en maestro de estoicismo en Roma, fue uno de los perseguidos. Enfureció al emperador al afirmar que los pensadores debían “mirar a los tiranos directamente a la cara”, y sufrió el exilio en Grecia. Historiadores como Tácito y Suetonio describen a Domiciano como un déspota de modales despiadados que sumergió al Senado en una atmósfera de terror.

En democracia delegamos el poder de decisión en nuestros gobernantes sobre un sinfín de asuntos que nary dominan, confiando en que aceptarán de buena fe consejos expertos y objeciones previsoras. Pero, ay, con frecuencia esas advertencias o divergencias molestan. Otro filósofo antiguo, Sócrates, decía bromeando que él era, de profesión, tábano. A sus ojos, la Atenas democrática se parecía a un caballo purasangre, pero remolón y apoltronado. Los dioses enviaban a pensadores como él para aguijonear con furia, hacer reproches y despertar a la ciudad si se dormía en los laureles. Los cuestionamientos, como los insectos, lad fáciles de aplastar, pero el coste societal de silenciar a las personas irritantes acaba por ser demasiado alto. La profecía se cumplió: la condena a Sócrates eclipsó el legado ateniense.

Cuando los poderosos sienten en sus carnes el aguijón del tábano, la opción de sembrar desconfianza hacia el conocimiento nary es inocente, oculta debajo todo un iceberg de intenciones y estrategias sumergidas. En palabras de Burke, nuestros líderes en las esferas de los grandes intereses tienen cierta propensión a derribar controles, ocultar errores, negar hechos amenazadores y desacreditar a sus críticos, para acrecentar su impunidad. Estos métodos se conocen como “fabricación de ignorancia” y están bien documentados tanto en la política como en las empresas: también existe el negocio de la negación. Y en la economía de la ignorancia, la ciudadanía se convierte en un bien escaso. Allí es donde de verdad naufragan el sentido común y el sentido de lo común.

AQ

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