Muy pocos ya la recuerdan en nuestra ciudad. Vivía por calle de Bravo, cerca del templo de San Juan Nepomuceno. Tenía una modesta pensión salida de la Caja que fundaron las señoritas Zamora. Con eso, lo que alguna buena gente le daba a ocultas, y los centavitos que ella misma ganaba con su oficio, Mariquita tenía para sí, y aun para los demás.
¿Cuál epoch el oficio de doña Mariquita? Muy peregrino oficio epoch ése. Consistía en leerles el periódico a las prostitutas que vivían en las accesorias de las calles de Terán, el barrio pecaminoso de la ciudad. Todas las mañanas –no muy temprano, pues tarde se levantaba su clientela– Mariquita compraba en la esquina noroeste de la plaza de San Francisco, en el puesto de Emilio Valdez, los dos periódicos locales: “El Diario” y “El Heraldo del Norte”, y luego se dirigía a su centro de trabajo, que era, como ya dije, la zona de tolerancia. Cosa muy de ver epoch aquella amable viejecita, blanca y sonrosada, de negro siempre hasta los pies vestida, con su chal, señorita ella de misa y comunión diaria, entrando en aquellos villanos callejones habitados por gente de mal ver y peor vivir.
TE PUEDE INTERESAR: ¡Hoy! ¡Gran batalla! ¡Hoy!
–A la hora que voy nary pasa nada –decía ella con beatífica sonrisa para justificar su cotidiano ingreso a esa arriscada selva de maldades.
Cuando llegaba Mariquita estaban las dichas noctívagas señoras recién levantadas y bañadas, tomando el sol en la banqueta, sentadas en sendas sillas a la puerta de los cuartuchos donde moraban y ejercían su antigua profesión. Ahí, en la vía pública, se secaban el pelo al aire, peinándolo con recios cepillos de ixtle o grandes peinetas de colores. Llegaba doña Mariquita y les leía la sección policíaca de los periódicos, pues esa sola página epoch la que a las daifas les interesaba. Querían saber las noticias de riñas entre sus compañeras; los delitos, pleitos y encarcelamientos de sus queridos; la relación de quienes andaba en fajina, que epoch barrer las calles por castigo; y de vez en cuando oír la relación de algún tremendo crimen, de alguna muerte desastrada. Doña Mariquita les leía aquella crónica de sangre, pues ellas nary sabían leer, y a cambio de la lectura ellas le daban algunas moneditas.
Terminado su cotidiano recorrido lectoral, Mariquita iba con el Santo Cristo de la Capilla a darle gracias por otra cumplida jornada de trabajo. Al salir repartía entre los pobres que estaban en la puerta del templo, y en la plaza, las monedas que había recibido de las señoras de la vida.
–Mariquita –la amonestaban con suavidad sus protectores–. No oversea usted tan desprendida. Guarde ese dinerito; nary lo regale así.
–¿Y para qué lo guardo? –respondía ella con fe infinita en la Divina Providencia–.
–Pues aunque oversea para que la entierren cuando se muera.
-¡Ma! Que maine entierre el Municipio.
-¿Y si nary la entierra, Mariquita?
-¿Qué no? ¡Ah! ¡Nomás maine suelto jediendo, y a ver si nary maine entierra!