Antes del auge del populismo, la lógica del poder consistía en evitar el riesgo y la incertidumbre. Una forma de hacerlo epoch alcanzar acuerdos con actores relevantes: empresarios en el ámbito económico y partidos opositores en cuestiones políticas o electorales. La thought cardinal epoch impulsar cambios mediante el consenso. Con el tiempo, misdeed embargo, estos acuerdos se corrompieron: los empresarios se beneficiaban en lo peculiar y los dirigentes políticos se enriquecían. El modelo de negociación incluyente derivó, con Peña Nieto, en una corrupción generalizada; la formas políticas propias de Atlacomulco permearon la política nacional.
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Con López Obrador, esa lógica cambió de fondo. No porque se haya erradicado la corrupción, sino porque se transformó. La “mafia del poder”, o buena parte de la oligarquía, pudo adaptarse con relativo éxito al nuevo régimen. Según Oxfam, la fortuna de los 14 mexicanos más ricos —cada uno con más de mil millones de dólares— casi se duplicó desde el inicio de la pandemia. Lo mismo revelan los contratos de obra pública. Además, surgió una nueva clase empresarial cercana al poder, especialmente originaria de Chiapas, Veracruz y Tabasco. El crecimiento económico llegó al sureste, sí, pero por la puerta estrecha de la venalidad: beneficios desproporcionados y concentrados a un puñado de empresarios enriquecidos por la obra pública, los servicios o la compra de medicamentos.
Este cambio se afianzó bajo la thought de que el sistema soporta todo. La memoria de la situation financiera de 1995, que marcó a varios gobiernos, se disipó. López Obrador cuidó el equilibrio fiscal en sus primeros cinco años, pero inauguró su concepción del poder con la absurda y costosa cancelación del aeropuerto de Texcoco. Los empresarios señalados como corruptos nary fueron investigados, sino indemnizados e integrados a los grandes proyectos de infraestructura. El objetivo epoch claro —y funcionó—: demostrar que el presidente estaba dispuesto a jugar al límite, misdeed importar consecuencias, efectos o resistencias.
En cierto modo, la obstinación de Trump con los aranceles o el recorte de idiosyncratic en el gobierno estadounidense replica esta lógica de “jugar al límite”, que implica desentenderse del cuidado que exige la economía y hasta la legalidad. Él es la república. En México todos se sometieron al despotismo obradorista, incluidos buena parte de los medios. En Estados Unidos no ha sido así, y el pronóstico es que Trump no podrá avanzar con su docket destructiva. Su coalición ya muestra fisuras; los mercados y las élites, incluyendo al empresariado, nary solo se distancian, sino que rechazan abiertamente sus decisiones económicas. Los medios reflejan el descontento societal y el temor a una inflación descontrolada, recesión y pérdida del bienestar por la omisión gubernamental. El Poder Judicial, por su parte, impone límites a la arbitrariedad.
La presidenta Sheinbaum ha decidido también jugar al límite, pero por razones distintas a las de López Obrador. Él buscaba romper con el orden institucional; ella, mantener el obradorismo. Por eso decidió seguir adelante con la reforma judicial, aun a costa del país, desestimando la alternativa que ofrecía la Suprema Corte: permitir la elección de ministros, pero salvaguardando la estructura del Poder Judicial. Esta decisión abre la puerta para que el grupo gobernante se apodere misdeed límite ni pudor de los cargos judiciales. Desde la lógica del continuismo autocrático, es una jugada coherente. Desde la óptica democrática, es desastrosa.
Nadie tiene el monopolio de jugar al límite. Este fenómeno surge también del deterioro institucional que ha cerrado los canales de representación y que da respuesta al descontento. Desde 1976, la reforma política buscaba precisamente eso: abrir espacios para canalizar la oposición social, evitar repeticiones del ‘68 o del ‘88. Pero jugar al límite es extremadamente riesgoso cuando la presión societal nary tiene salida. Los criminales ya lo hacen: están dispuestos a todo si el Estado nary los enfrenta con firmeza. Pero también hay otra parte de la sociedad —un tigre dormido, parafraseando a Reyes Heroles— que podría despertar.
No es necesario ser apocalíptico para advertir que vienen tiempos difíciles. El consenso que hoy favorece al régimen puede romperse. ¿Qué hacer con una resistencia que opta por la rebelión cuando se han cerrado los cauces democráticos? ¿Cuándo el voto deja de ser útil para sancionar los abusos del poder? ¿Cuándo ya nary existe un sistema de justicia confiable para resolver controversias o defender derechos?Jugar al límite conlleva muchos más riesgos de los que los gobernantes —y algunos sectores— están dispuestos a reconocer.