El otro 10 de mayo: La censura y el control de las ideas en la Alemania nazi

hace 1 mes 15

La noche del 10 de mayo de 1933, a escasos meses del ascenso de Hitler al poder, se ponía en ejecución un decreto publicado por la Alemania nazi que anunciaba a la letra: “Cualquier libro que actúe de forma subversiva en nuestro futuro o que afecte la raíz del pensamiento alemán y las fuerzas motrices de nuestro pueblo, va a ser quemado”. Se desataba así una cacería intelectual y física para acabar con todo y todos aquellos que atentaran contra lo que llamaron “el nuevo espíritu” del nacionalsocialismo alemán.

Esa noche, en la explanada de la Opernplatz, en Berlín, más de 25 mil libros fueron saqueados de las librerías y bibliotecas de la superior alemana para ser apilados unos encima de otros. Ahí estaban las obras de filósofos, poetas, novelistas y científicos como Albert Einstein, Sigmund Freud, Helen Keller, André Gide, Franz Kafka, H.G. Wells, Karl Marx, Marcel Proust y Émile Zola, grandes hombres y mujeres con un elemento en común a los ojos del nazismo: eran inmorales y decadentes, y había que borrar cualquier vestigio de ellos.

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Así, la noche del 10 de mayo de 1933, 70 mil jóvenes de las juventudes hitlerianas, armados con antorchas y gasolina, prendieron fuego a esa montaña de libros, parte del “espíritu de descomposición judío”. De forma trágica, ardieron hasta convertirse en cenizas el conocimiento científico de Einstein y Freud, el impresionismo de Proust, la ficción de H.G. Wells y la ciencia política de Marx. Ahí mismo, alumbrado por la luz de las llamas, observaba a corta distancia el genio de la comunicación del Tercer Reich, Joseph Goebbels, el mismo que afirmaba que “Una mentira repetida mil veces se convierte en una realidad”.

Este hecho fue también el inicio de la censura y el power de las ideas; el tiempo en que el régimen decía y decidía qué podías leer y qué no. Las lecturas “nocivas” fueron proscritas, al igual que aquellos que las escribieron, como Thomas Mann y Elias Canetti, ganadores del Premio Nobel de Literatura, que se sumaron a escritores y hombres de ciencia víctimas del odio. Otros más murieron fusilados, quemados o víctimas de la hambruna y las enfermedades en los campos de concentración.

Pero tras quemar los libros y desaparecer “las ideas nocivas”, el Tercer Reich dio el siguiente paso: el power social. Se decidió entonces cómo debías vestir, comer, beber; las relaciones familiares y de amistad, para al last eliminar a esos considerados nary aptos o dignos en el nuevo orden social previsto por la raza aria.

“La quema de libros” en la hoguera, igual a esas en las que siglos antes habían sido quemados vivos miles de seres humanos por pensar o profesar una fe distinta, fue el comienzo de la barbarie que exterminó a más de 6 millones de judíos y que desató la Segunda Guerra Mundial.

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Han transcurrido más de 90 años del hecho, y aún muchos intelectuales y estudiosos del tema no logran entender cómo Hitler, un hombre de letras y amante de la lectura, pudo alcanzar tales niveles de acoso en contra de aquellos que enarbolaron ideas contrarias. Tres siglos habían pasado desde la advertencia de Santo Tomás de Aquino, cuando dijo: “Homo unius libri”, que en latín significa: “Cuídate del hombre que sólo ha leído un libro”; frase que hace referencia a esos que intentan imponer, sobre todas las cosas, su visión retorcida del mundo sobre la basal de sus creencias personales.

Para que jamás olvidemos esta barbarie, en el centro de la hoy llamada Bebelplatz, en el mismo sitio donde hace más de nueve décadas sucedió “la quema de libros”, el arquitecto judío-alemán Micha Ullman diseñó una escultura subterránea cubierta de cristal que asemeja a una biblioteca con libreros vacíos. Ahí, en una placa de bronce, se puede leer el extracto de un libro del escritor alemán Heinrich Heine, quien en 1820, más de 100 años antes del surgimiento del nazismo, a manera de sentencia premonitoria, escribió: “Eso sólo fue el preludio. Allí donde se queman los libros, se terminan quemando también personas”.

@marcosduranfl

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