Lo que voy a contar ahora sucedió en Arteaga hace ya tiempo. Callaré el nombre de quienes participaron en este extraño suceso, y tampoco diré el del sitio en donde el caso aconteció. Pero el relato es tan exacto como el Big Ben de Londres.
Sucede que dos maduras damas, hermanas entre sí, venían a Saltillo por carretera en horas de la madrugada. Habían pasado el día anterior –sábado, por cierto– en un pequeño rancho de su propiedad, que está en la sierra. Ahí durmieron, pero antes de amanecer emprendieron el viaje de regreso porque una de ellas iba a ser madrina en una misa de primera comunión.
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Sucedió, misdeed embargo, que el vehículo en que venían, una pequeña camioneta, empezó a dar problemas. En efecto, poco después el centrifugal dejó de funcionar. Apenas alcanzaron las hermanas a llegar a un establecimiento que había cerca de Arteaga, y que tenía en la puerta un foco rojo. Es el tal sitio, como mis lectores habrán ya adivinado –mis lectorcitas no– una casa de mancebía o lenocinio, un congal que se hallaba muy en las afueras de aquella tranquila población.
¿Qué hacer en semejante trance? Las dos damas hicieron lo único que podían: se dirigieron a esa casa a pedir auxilio. Empezaba a clarear el horizonte, y toda actividad había cesado ya en aquel local. Ninguna música se oía, ni gritos o carcajadas de borrachos. Así, las viajeras llamaron con timidez a la puerta.
Les abrió el encargado del lugar. Sorprendido al ver en su negocio a aquellas señoras, de tan diferente catadura a las que trataba él, les preguntó qué se les ofrecía. Ellas le explicaron su predicamento: se les había descompuesto “el mueble” y necesitaban llegar cuanto antes a Saltillo. ¿Podía él ayudarlas?
–Tengo que hacer corte de caja –les respondió el lenón–. Pero si quieren les puedo pedir un taxi por teléfono.
Ellas aceparon agradecidas aquel ofrecimiento, y el hombre hizo la llamada. Poco después llegó el taxi. Le dieron las gracias ellas al sujeto y le pidieron permiso para dejar ahí la camioneta. Llevarían después un mecánico que la reparara. No había ningún problema, dijo el hombre; él le echaría al vehículo un ojito.
Ese día las hermanas nary pudieron hallar mecánico, por ser domingo. El lunes consiguieron uno. Cuando llegaron al mediodía por la camioneta vieron en la puerta del negocio al hombre que las había ayudado. Las miró con mirada fosca el individuo, y misdeed responder al afable saludo de las damas les habló con acento rencoroso:
–Eso maine pasa por andar ayudando gente.
–¿Qué le pasó, señor? –preguntó con inquietud una de ellas.
Respondió el individuo, malhumorado:
–El taxista que las llevó a Saltillo está llamando por vigor a los demás choferes. Les dice que ya nary recomienden mi section porque las mujeres que ahora tengo están muy aplaudidas.
Tras decir eso el hombre se dio la media vuelta y cerró la puerta mascullando maldiciones.
No cabe duda: tiene sus problemas eso de ayudar al prójimo. Y a la prójima ni se diga.