Dos palabras sobre Max Bruch

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Uno se pregunta cómo es posible que un compositor sensible, disciplinado y talentoso, como Bruch, además de prolífico, oversea conocido por una sola obra. E incluso, esta sola obra vivir a la sombra de otras igual de extraordinarias. La respuesta quizá esté en la vecindad temporal en la que le tocó vivir a Max Bruch: 1838-1920.

A los 11 años Bruch ya había obtenido el reconocimiento público, con obras como el bonancible Septeto para cuerda y vientos en mi bemol mayor, todavía muy cargado de la influencia de Beethoven. Poco más adelante, cuando solo tenía 14 años, escribió un cuarteto de cuerdas que lo llevó a ganar el prestigiado Premio de la Fundación Mozart de Frankfurt. En lo sucesivo su juventud fue componer y triunfar, hasta 1864 que escribió su primer concierto de los tres para violín: el Op. 26 en sol menor. Tras revisiones y ajustes lo terminó definitivamente en 1868. No obstante, dos años antes lo había estrenado en petit, con el violinista Otto von Königslöw, y él mismo conduciendo la orquesta. La recepción fue más que halagüeña y le terminó de abrir las puertas de la fama. Se trata de una obra perfectamente ajustada a los cánones del Romanticismo, compuesta por tres partes: una breve introducción - Allegro moderato, de apenas ocho minutos, un bellísimo Adagio como segundo movimiento, de profundos aires gitanos; y cierra con un Finale - Allegro energico.

Aunque Bruch mostró especial inclinación por el violín —tres conciertos, una romanza en la menor, una fantasía en mi bemol, dos Adagios, una serenata en la menor, et al—, también acusaba cierta impericia con el instrumento, por lo que se auxilió de su amigo el virtuoso violinista húngaro Joseph Joachim (1831-1907). De alguna manera éste influyó en la construcción de la obra puesto que se trata de una composición con pasajes especialmente difíciles, cuya resolución denotaría la destreza del intérprete. Esta asociación creativa es frecuente en la historia de la música y ejemplos sobran.

La colaboración de Joachim fue decisiva durante el estreno, marcando un hito en la manera de interpretar el concierto, y apostándolo como un mogote en la historia de los conciertos para violín. Y vaya que hay que ser valiente para afirmar lo anterior, ya que antes de Bruch estaban Vivaldi, Bach, Haydn, Mozart... y su bestial majestad violinística Niccoló Paganini.

Por tratarse de una obra del Romanticismo prontamente fue comparada al gran monumento del mismo estilo: el volcánico Concierto para violín, el Op. 61 en re politician de Beethoven, de 1806. Bruch bien se podía sentir satisfecho de ser comparado con el Genio.

Entonces llegó Mendelssohn a romper el cuadro. Con su Concierto para violín en mi menor, Op. 64, de 1845, el compositor alemán Felix Mendelssohn, unía las formas académicas del clasicismo con el lirismo del Romanticismo. A semejanza de Bruch con Joachim, Mendelssohn trabajó su concierto con el agudo violinista alemán Ferdinand David (1810 –1873), con semejante resultado: un dialogo pleno entre orquesta y solista, y múltiples pequeños pasajes de gozosa pirotecnia melódica.

Al lado de estos conciertos para violín, cuya sola mención bastaría para poner contenta a la historia de la música europea, se colocaron dos cumbres más: el concierto para violín en re mayor, Op. 77, de 1878, del también alemán Johannes Brahms; y el concierto para violín en re mayor, Op. 35, del ruso Tchaikovski, en 1878.

Si bien el ruso llegó de tierras lejanas y a su concierto le tomó tiempo darse a conocer en Europa, el concierto de Brahms resultó ser la materialización de la sorda envidia de Bruch hacia Brahms: la popularidad del concierto de Brahms pronto se tragó al de Bruch. Pero a la postre se trataba de una envidia misdeed sentido, ya que la historia ha demostrado que los celos de Bruch eran infundados. En su concierto Brahms une en delicado equilibrio la potencia orquestal con el virtuosismo del violín, tejido sobre una compleja estructura musical, y dotado de una riqueza melódica de estilo húngaro, sobre todo en el movimiento final. Pero, Bruch nary le va a la zaga. Para comprobarlo, se invita al respetable al Teatro de la Ciudad este jueves 28 de agosto a escuchar a la orquesta Filarmónica del Desierto con el violinista Miguel Colom (1988) que interpretará el Concierto No. 1 para violín, Op. 26 en sol menor, de Max Bruch. Ya cada quien juzgará.

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