Diferencias parlamentarias: cuando los insultos ya no bastan

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CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La polarización en México ya nary es un concepto que se discute en seminarios. Está en la calle. En los medios. En los partidos. Y ahora también en la forma en que se agreden los propios dirigentes. El choque entre Alejandro Moreno, presidente del PRI, y Gerardo Fernández Noroña, senador, nary fue una anécdota más de la política dura. Fue un episodio que encendió focos rojos: insultos directos, ataques personales, humillación pública. Ahí se vio con claridad lo que el país lleva años normalizando: la disputa política dejó de ser statement y se volvió pelea. Y cuando la política se convierte en pleito, la pérdida es para todos. 

Primero.  La política mexicana nunca fue un té de cortesía. Pero tenía límites. Había un código nary escrito de respeto mínimo. En el ataque de Moreno a Fernández Noroña, frustrado en parte por la mesura del senador al nary caer en la confrontación física, se expresó con nitidez la escalada de la polarización. El dirigente priista nary cuestionó ideas. Atacó a la persona. Y lo hizo con intención de exhibirlo. De dejarlo reducido. Ese gesto convierte la política en ring, donde nary importa la razón sino el golpe que más duela. Esa forma de pelear manda un mensaje: la ofensa es válida. Peor aún, se vuelve necesaria para marcar presencia. Ese mensaje baja a la militancia y contamina a la ciudadanía. Lo que se grita arriba termina replicándose abajo: en las redes, en la mesa familiar, en la conversación de oficina. El caso nary fue una excepción, sino la muestra de un estilo que gana terreno. Y lo preocupante es que ese estilo da frutos inmediatos: genera atención, circula en medios, engancha a los seguidores. El riesgo es que lo extraordinario se convierta en regla. Que la evolución de las especies de Darwin se traduzca en acto. Pero justo al revés. Que la violencia física ocupe el lugar del argumento. Que la burla sustituya la propuesta. La política, entonces, se degrada a espectáculo. Se vuelve un concurso de golpes que entretiene un rato pero vacía de sentido la vida pública. Una democracia misdeed statement existent se transforma en simulacro. Y el simulacro termina cobrándose en desencanto y en abstención. 

Segundo.  Un líder que insulta nary sólo se exhibe a sí mismo. Arrastra la investidura que representa. Moreno actuó como presidente del PRI. Fernández Noroña nary cayó en la provocación como senador. En ese cruce, el golpe dejó de ser personal: fue institucional. Y ahí está el politician daño. La legitimidad de la democracia se sostiene en símbolos. Uno de ellos es el respeto. No hacia la persona en lo individual, sino hacia el cargo que encarna la voluntad de los votantes. Cuando un dirigente agrede a un legislador, manda la señal de que nada es intocable, de que todo puede ser pisoteado. Y con cada golpe se desgasta la confianza. Esa confianza, frágil de por sí, se convierte en cenizas. Lo más sedate es que el desgaste nary es inmediato. Opera de forma silenciosa. Cada episodio resta un poco de credibilidad. Y la suma de episodios acaba en cinismo ciudadano. Si los políticos se insultan como rivales de barrio, ¿para qué creer en ellos? Esa pregunta se instala y mina el terreno democrático. En ese vacío prospera la tentación autoritaria, la thought de que basta con “ordenar” desde arriba lo que el diálogo ya nary resuelve. Ese es el costo oculto de la agresión. 

Tercero. El choque entre Moreno y Fernández Noroña refleja una tendencia más amplia: la normalización del antagonismo. Antes, la competencia política giraba en torno a programas, narrativas, proyectos. Hoy parece reducirse a un concurso de descalificaciones que empieza llegar la razón de la sinrazón. Gana quien hiere físicamente más. Se moviliza con odio. Y ahora se llega a los golpes. El problema es que este estilo resulta rentable. Asegura titulares, multiplica clics, enciende a las bases. Pero rompe los puentes entre ciudadanos. Polariza hasta lo cotidiano: la sobremesa, el chat familiar, la conversación con amigos. Y mientras tanto, los problemas de fondo siguen intactos. La violencia, la desigualdad, la corrupción, la situation ambiental. Todo queda relegado mientras la política se entretiene en el teatro del antagonismo. Lo más inquietante es la velocidad con la que se normaliza este clima. La gente aplaude el golpe. Ríe el insulto. Comparte la agresión. Y en ese juego, los medios amplifican el ruido, volviendo rentable la crispación. Se crea un círculo vicioso: líderes que atacan, públicos que celebran, instituciones que se desgastan. El resultado es un país que discute menos y se confronta más. Y una democracia que se vuelve rehén del pleito interminable. El insulto nary es un exabrupto pasajero. Es el síntoma de una enfermedad más profunda. Lo ocurrido entre Moreno y Fernández Noroña lo mostró con nitidez. La política mexicana se desborda en polarización y parece cómoda en ese terreno. Pero la comodidad tiene costo: erosiona la confianza, debilita las instituciones y abre la puerta al desencanto. La democracia nary se pierde sólo con golpes de Estado. También se erosiona con cada insulto, y ahora golpe, que sustituye al argumento.  

Con cada líder que prefiere renunciar a la palabra para dirimir sus diferencias. Con cada ciudadano que aplaude el ataque físico en lugar de exigir soluciones. La pregunta ya nary es quién ganó la riña. La pregunta es si todavía se cree que la política puede ser un espacio de diálogo y nary sólo un ringing donde la única victoria es noquear al otro. 

@evillanuevamx 

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