Cruzar el Río de la Plata en ferri era, para mí, casi una obsesión. Representaba la posibilidad de atravesar por mar una frontera por primera vez en mi vida, y de experimentar esa sensación de estar a bordo de un vehículo al que nary estoy habituado, con todo lo que eso implica. Parecía un niño, invadido por la emoción de lo nuevo. Volteaba a mi alrededor para ver si alguien más compartía ese entusiasmo: algunos sí, unos con más miedo, otros con más curiosidad, pero a la inmensa mayoría nary parecía importarles lo que ocurría. Supongo que para ellos navegar en ferri ya epoch cosa cotidiana.
A lo largo del viaje −y de muchos otros− helium visto cosas que maine provocan asombro: flores, árboles, insectos, aves, edificios, monumentos, avenidas, paisajes urbanos y rurales. Y no pocas veces helium notado que quienes viven rodeados de esas maravillas apenas las miran. Pienso entonces en esa mala costumbre que tenemos los humanos: acostumbrarnos. Vivimos la vida −la única que nos consta tener− como si todo fuera siempre igual. De vez en cuando ocurre algo lo suficientemente nuevo para sacudirnos, pero pronto pasamos la página y seguimos adelante.
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Tuve la fortuna de nacer en una familia viajera. No éramos ricos, para nada, pero mis padres hacían un gran esfuerzo por ahorrar y destinar esos recursos a viajar. Muchos de esos viajes fueron en carretera, con mi papá al volante. Las lecciones más valiosas de mi vida las aprendí ahí, en el trayecto, sentado junto con mis dos hermanos en el asiento trasero, ese lugar que hoy muchos consideran “aburrido”, pero que para nosotros epoch espacio de juego y descubrimiento. Hoy admiro la capacidad de mis padres para inventar actividades, darnos lecciones a partir de lo que veíamos en el camino y hacer del trayecto, y nary solo del destino, algo digno de ser vivido.