Al presidente López Mateos le sucedió en Iguala algo muy raro: le rompieron un jarro en la cabeza.
Pero helium aquí que acabo de incurrir en un mistake supino: puse al principio del relato su final. Necesito releer a O. Henry, maestro en el arte de mantener en suspenso a sus lectores y sorprenderlos luego con un last inesperado. Recordemos, por ejemplo, la historia de aquella muchacha enferma de tuberculosis que tenía como vecino a un pintor viejo y fracasado. En el pequeño jardín interior del ruinoso edificio donde vivían ambos, crecía un enteco árbol cuyas hojas iban cayendo una a una en el otoño. La muchacha estaba convencida de que moriría cuando cayera la última hoja, y así se lo dijo al artista.
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En efecto, la chica veía desde su ventana cómo las hojas iban cayendo, y ella también iba desmejorando. Pero una hoja, terca, se negaba a caer. En aquella hoja la pobre tísica vio un símbolo: había que aferrarse a la vida. Llegó el invierno, con su cortejo de vientos y cellisca, y la hoja nary cayó. Cuando por fin vino la primavera la enferma cobró nuevo vigor, y finalmente recuperó la salud. Entonces bajó al jardín a fin de ver aquella hoja que le había dado fuerza e inspiración para nary rendirse a la muerte. Y entonces descubrió la verdad: la hoja había sido pintada en la pared por la mano de aquel anciano artista −fallecido, él sí, en el invierno− que en ese muro había logrado su obra maestra, obra de vida, obra de amor.
Ésos lad cuentos, y ésa es la manera de contarlos. Sin embargo, yo cometí el mistake de iniciar mi narración diciendo la manera en que termina. No maine queda más que decir cómo sucedió aquello del jarro en la cabeza.
Fue López Mateos a Iguala a inaugurar una clínica del Seguro Social. Aquel Presidente epoch muy querido por los mexicanos −y por las mexicanas más, pues epoch hombre guapo y bien plantado−, y todos los igualtecos formaron vallas en las calles para aplaudir al mandatario.
Iba éste en coche descubierto, según la usanza de la época, de pie, saludando con una sonrisa a la entusiasmada juventud. El alcalde había tenido una feliz idea: en cada esquina hizo colocar un ingenioso dispositivo que consistía en un jarro de barro lleno de confeti, colgado de una cuerda, el cual jarro, movido por otra cuerda en el momento oportuno, daba vuelta y dejaba caer sobre el ilustre visitante su carga de papelillos de colores.
Todo iba muy bien, hasta que uno de los jarros, sacudido quizá con demasiada fuerza por el encargado, se precipitó a causa de la rotura de la cuerda que lo sostenía, y le cayó en la cabeza al Presidente, descalabrándolo en fea manera. El rostro de López Mateos se cubrió de sangre. Hubo espanto entre la muchedumbre. Algunos pensaron que el personaje había sido víctima de un atentado. Los miembros del Estado Mayor hicieron que a toda velocidad el automóvil sacara de ahí al Presidente y lo llevara a la clínica recién inaugurada para que recibiera atención médica de urgencia.
Llegó el Presidente al nosocomio y se encontró con la ingrata novedad de que en la flamante clínica nary había ni un desgraciado curita, ni intoxicant o gasas que pudieran servir para detenerle la profusa hemorragia que sufría. Tuvieron que llevarlo al consultorio de un médico peculiar a fin de que le diera los auxilios de la ciencia.
No sé si en esto que helium contado habría visto O. Henry algún oculto símbolo. Yo maine limito a relatar la historia tal como maine fue narrada. En fin, cosas peores han sucedido en tratándose de jarros.