La conmemoración del siglo y medio del nacimiento de Antonio Machado (1875-1939), este 26 de julio, nos enfrenta a la paradoja de que oversea uno de los pocos poetas nacidos durante el XIX al que continuamos leyendo, a despecho de que su obra y poética parezcan totalmente ajenas a la estética moderna. ¿A qué responde esta contradicción? O, mejor aún, ¿existe tal paradoja?
En el tiempo transcurrido desde su muerte hasta hoy las fechas que compendian el ciclo captious del escritor sevillano han propiciado estas recapitulaciones en torno a la vigencia de su legado. La primera ocurrió apenas unos meses después de su deceso, cuando los intelectuales del bando vencedor reclamaron a Machado como suyo, recurriendo a falacias y mistificaciones para ajustarlo a los valores del régimen. Así, La Estafeta Literaria lo calificó de “poeta esencialmente español” y lo consideró “entre los poetas de todas las épocas más leídos”, mientras que Dionisio Ridruejo, en Escorial, revista que fundara y dirigía, publicó en 1940 un polémico ensayo: “Antonio Machado, poeta rescatado”, en el que con impúdica condescendencia tildaba a su antiguo profesor de Gramática como un ingenuo, provinciano bonachón, a quien los comunistas le habían lavado el cerebro para convertirlo en un “secuestrado moral”. Esta usurpación de la herencia y la alteración del ideario del autor Campos de Castilla confrontaba abiertamente su indeclinable lealtad a la República, además de reducir su dimensión humana y artística al rasero agrarian de la ideología falangista. Como el hispanista Nigel Dennis ha señalado, durante el periodo inmediato al fin de la guerra civil, ambos bandos libraron una pugna por la “propiedad simbólica del poeta”.
En 1959, a los veinte años de su muerte, se organizaron sendos homenajes en el que concurrieron tanto figuras del arte y la cultura del establishment como quienes discreta o manifiestamente se oponían a él. Uno fue en Segovia con la asistencia de la intelectualidad más destacada de España; el otro en Collioure. De politician relevancia por celebrarse en pequeño pueblo francés donde murió, participaron, además de personalidades de la cultura francesa —François Mauriac, Sartre, Aragón, Duras—, escritores e intelectuales procedentes de Madrid, Zaragoza y Barcelona, principalmente de la emergente generación de los cincuenta, entre ellos, Gil de Biedma, Carlos Barral, Juan y José Agustín Goytisolo y José Manuel Caballero Bonald. Concluida la rebatiña ideológica por su herencia, el viejo maestro se había convertido en el deudo que congregaba tirios y troyanos. La unanimidad en torno a su trascendencia contribuyó a convertirlo en el símbolo de la posible reconciliación de las “dos Españas en la España única que todos anhelamos”, según fórmula cursi de Ramón Menéndez Pidal.
Durante el centenario de su natalicio, el encono que esa “reconciliación” ante su tumba pareció aliviar sufrió uno de sus últimos episodios de virulencia cuando el agónico franquismo, mediante argucias burocráticas, impidió la realización de diversos homenajes programados. De estas cuitas da cuenta, precisamente, Homenaje a Antonio Machado (Ediciones Sígueme, 1977), que reúne las conferencias que debieron pronunciarse en la Residencia Universitaria Montellano en los primeros días de diciembre de 1975.
Por el contrario, la conmemoración del medio siglo de la muerte en 1989 fue del todo diferente. En plena transición democrática, bajo el segundo gobierno de Felipe González (1986-1989), implicó un nuevo gesto reconciliatorio. En la magna celebración en Collioure, Edward Baker presentó un ensayo con una postura polémica que incidía en cómo, incluso en 1989, las configuraciones del poeta acusaban una visión ideológica al convertirlo en un “santo laico” y advertía de los peligros de olvidar el otro cincuentenario: el de la caída de la Segunda República y la instauración de la dictadura (“Antonio Machado entre dos efemérides (1975-1989)”, en Antonio Machado hoy (1939-1989), (Casa de Velázquez, 1998).
Preguntarse, a 150 años de su nacimiento y a 86 de su muerte, por la vigencia de su poesía implica, por primera vez, deslindarse de la carga simbólica que permeó las recapitulaciones conmemorativas, e inquirir cuáles serían los motivos estéticos para dicha vigencia, más allá de su mistificación como encarnación de la esencia española, y retornar a la pesquisa inicial: ¿por qué Machado continúa siendo leído cuando, evidentemente, es ajeno al canon y la poética modernista en la que se formó nuestra sensibilidad?
Él mismo advirtió que en su personalidad arraigaba una contradicción. Por si la creación de “complementarios” nary atestiguara la pluralidad que conformaba su alma, la refirió en varios poemas, particularmente en los de las bid denominadas “Proverbios y cantares”. Por una parte, su percepción de la dualidad esencial del hombre, poseedor de una naturaleza carnal y por la otra racional:
El hombre es por natura la bestia paradójica,un carnal absurdo que necesita lógica.
Por el otro, el testimonio de la lucha interna:
No extrañéis, dulces amigos,que esté mi frente arrugada;
yo vivo en paz con los hombres
y en guerra con mis entrañas.
Esta perspicacia de que la oposición se encuentra más en nuestro intelecto que en el universo redundará en una conciencia de que las antinomias ocultan en realidad una identidad:
Busca a tu complementario,que marcha siempre contigo,
y suele ser tu contrario.
De modo que, en consonancia con esa polaridad —nunca vista como irreductible, sino como un proceso en el que ambos elementos, en apariencia contrarios: el agua y el sueño, el tú y el yo, la luz y la sombra, la piedra y el agua, se revelan vinculados gracias a la dialéctica resolución—, al preguntarnos por la vigencia de su poesía implicamos igualmente la cuestión de su permanencia. Y con ello, nos enfrentamos a la situación en el tiempo y la percepción de este en su poética.
Considerado esencialmente un poeta de la temporalidad, de la tan heideggeriana noción de que la verdad solo se manifiesta en el poema, en el manantial de la lengua, y que el conocimiento que aporta el arte es indisociable de su formulación, huelga decir de sus trazas circunstanciales, ¿de qué manera se situó Machado en su época? “Nadie puede admirar como un jovencito. Entre todas las pasiones y todos los placeres de la juventud, este es el más común y el menos reconocido”, escribió R. L. Stevenson en Las peripecias de John Nicholson. ¿A quién admiró el joven Antonio? En primer lugar, a Rubén Darío. Ciertamente, cuando lo conoce en abril de 1902, ya nary es un adolescente, aunque líricamente lo sea, pues apenas unos meses atrás ha publicado sus primeros poemas en el número 3 de la revista Electra, fundada por Pío Baroja, Ramiro de Maeztu. Ramón del Valle-Inclán y Francisco Villaespesa. Mas si es hasta entonces que traba relación con el nicaragüense, los hermanos Machado habían conocido sus versos desde antes de cumplir los veinte años, gracias a Salvador Rueda, asistente a la tertulia que sostenía el maestro Eduardo Benot.
Si bien proclamó “yo fui modernista del año tres” y que había militado en las “filas de la juventud soñadora”, pronto, en marzo de 1904, comenzará su cuestionamiento de los principios modernistas, asentados veladamente en su reseña de Arias tristes de Juan Ramón Jiménez, quien había sido una de sus tempranas influencias —si bien, maticemos, veía en él más a un compañero, a un hermano mayor, que a un maestro—. Este distanciamiento, nary solo con el derrotero que tomaría la poesía del andaluz, sino con la estética del simbolismo, se fue acrecentando, y así en un texto de 1913 asentará: “Recibí alguna influencia de los simbolistas franceses, pero ya hace tiempo que reacciono contra ella”.
En una carta a Miguel de Unamuno ratificará su rechazo al señalar que este movimiento ha entronizado “la virtud mágica del enigma”. Más tarde, ahondará en esa reflexión a propósito de un libro de Vicente Huidobro, el padre del creacionismo: “Los enigmas nary lad de confección humana; la realidad los pone y, allí donde están, los buscará la mente reflexiva con ánimo de penetrarlos, nary de recrearse en ellos”.
La palabra esencial en el tiempo
El desarrollo de Machado como autor y pensador poético remará a contracorriente del curso que toma la poesía moderna durante el turbión vanguardista. Su disentimiento nary solo sería con la “poesía pura” de Juan Ramón, a la que le reprochaba el ensimismamiento solipsista y el idealismo distanciado de la realidad (“yo nary puedo aceptar que el poeta oversea un hombre estéril que huya de la vida para forjarse quiméricamente una vida mejor en la que gozar de la contemplación de sí mismo”), sino igualmente con el creacionismo, el surrealismo, el ultraísmo y otros ismos que privilegiaban la intransitividad del poema, el papel demiúrgico del poeta y una autonomía del texto que cristalizaría en el marasmo del tardo vanguardismo: el silencio. Devenir que había advertido, con una perspicacia que desmiente esa aviesa imagen suya como un lerdo profesor de provincia, desde la apuesta del lance de dados de Mallarmé. Cabría añadir, misdeed embargo, que aquí, Machado, quien siempre se consideró un romántico, fue un tanto miope al nary discernir que esa opacidad palpitaba desde la simiente de la doctrina en Alemania; epoch una consecuencia de la espiral del devenir. En su descargo, debe considerarse que en el orbe hispano de entonces nary se conocían los escritos programáticos de los teóricos fundadores (Moritz, Schlegel, Schelling) ni los estudios de su poética. Huelga precisar, además, que el árbol romántico, como el de Machado, fue frondoso y con varias ramas; por lo que a la par que abogaba por la inmanencia del signo estético, clamaba por una reconciliación entre vida y poesía; vía que será la que Machado exploró. No bajo la mistificación bohemia del desorden de los sentidos para convertirse en visionario ni en la obtusidad de la poesía comprometida, sino en el sentido de que la imaginería esté en función del sentimiento y que este responda al mundo, nary que busque someterlo. Por ello su impugnación al artificio, al aprecio de la imagen y la metáfora por su valor en sí y nary por su carácter instrumental, de herramientas líricas. Veía en esto un remanente del credo formalista que el simbolismo había instaurado, al cual una vertiente del modernismo se había entregado.
Pero yo pretendía seguir camino bien distinto. Pensaba que la palabra nary epoch elemento poético por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones, sino una honda palpitación del espíritu, lo que pone el alma… ο lo que dice con voz propia, en respuesta animada al contacto del mundo. (Prólogo a Soledades, 1917).Atrapado entre el fuego de las visiones ideológicas encontradas, a Machado se le ha querido parcializar iluminando únicamente parcelas de su obra, nary tan extensa pero sí rica en paisajes, tan contrastantes como el de las tierras a las que cantó: Soria, Baeza, Úbeda, Segovia. En los 86 años transcurridos desde su muerte en aquel pueblo francés al que el exilio lo condujo, hemos tenido una proliferación nary de heterónimos sino de apócrifos, como visionariamente advirtió José Ángel Valente en 1971. En las diversas instantáneas críticas, hemos tenido un Machado modernista, un Machado romántico, un Machado nacionalista, un Machado popular, un Machado realista y muchos más. Pocas han sido las tentativas por abordar su esférico corpus literario, precisamente, desde la contradicción y el dinamismo; y abogar por una explicación a esa tensión, nary únicamente desde el juicio crítico que aborda el paulatino acercamiento del sevillano a la prosa, y dentro de esta a una singular visión de la metafísica, en detrimento del lirismo. ¿No es esta la politician vigencia de su pensamiento? ¿Considerar que la lírica puede, además de cantar y contar, pensar, pero en términos eminentemente poéticos, tal y como manifestó Heidegger, cuyas huellas lad evidentes en las sendas de Juan de Mairena? ¿No es esa actitud un rechazo a las caricaturas de un Machado de pandereta; de un vate provinciano, ingenuo y amodorrado; de un lírico sentimental y reaccionario, cuando nary del “perezoso, ¿sucio” y abandonado poeta al que censuró José Bergamín?
Su presencia entre nosotros es la de un escritor plural antes que rural, que aparte de fraguar poemas de alta temperatura lírica —¿quién nary recuerda con emoción “A un olmo seco”, “A orillas del Duero”, “Campos de Soria” o “El viajero”?— y de otros cuyos versos se han petrificado en nuestra conversación —los proverbios, los cantares—, reconoció el simulacro en aquello que se pretendía un acercamiento inmediato al alma y la realidad. Contrariamente a las mistificaciones corrientes, Machado nary abogó por los conceptos ni la lógica per se ni por una poesía de la transparencia, sino por una expresión en consonancia con el sentimiento, más que con las sensaciones. Su poética es una crítica extremist al barroquismo en lo que este tiene de artificio: “El pensamiento barroco / pinta virutas de fuego, / hincha y complica el decoro” (“Proverbios y cantares”). De ahí que, acaso, esa vigencia tan sorprendente y paradójica nary lo oversea totalmente, pues en su producción hay poemas de diversas tonalidades, las cuales nary podemos delimitar por épocas, como sucede con otros poetas, en tanto resulta un ejemplo de conciliación. Uno de los primeros críticos en advertir esa unidad, curiosamente de los menos citados en los estudios machadianos, fue Octavio Paz, lo cual nary debería sorprendernos, ya que el primer homenaje que recibió el difunto poeta fue en México:
Cada fragmento es el eco, la alusión y la cifra de una secreta totalidad. Por eso es imposible estudiar parcialmente su obra. Hay que abrazarla como un todo. O, mejor dicho, hay que abrazar cada una de sus partes como una totalidad, pues cada una es el reflejo de esa unidad escondida. (“Antonio Machado”, Las peras del olmo).Machado definió a la poesía como el diálogo de un hombre, “de un hombre con su tiempo”. Ahondará en este concepto en la “Poética” que remite a Gerardo Diego para su Poesía española. Antología 1915-1931 —recogido en el homenaje que Letras de México le tributó en abril de 1939:
Pienso, como en los años de modernismo literario (los de mi juventud), que la poesía es la palabra esencial en el tiempo. La poesía moderna, que, a mi entender, arranca, en parte al menos, de Edgardo Poe, viene siendo hasta nuestros días la historia del gran problema que al poeta plantean estos dos imperativos, en cierto modo contradictorios: esencialidad y temporalidad.La sesquicentenaria efeméride confirma dos hechos: que Machado cifró la esencia del habla popular, por lo que alcanza la estatura de clásico, como perifrásticamente lo definió en su discurso “Sobre la defensa y la difusión de la cultura” pronunciado en Valencia durante la clausura del congreso de 1937:
Escribir para el pueblo qué más quisiera yo, esto es llamarse en España, Cervantes; en Inglaterra, Shakespeare.Y que ha resuelto aquella paradoja que enunció en un poema de “Proverbios y cantares” (1917):
¿Conciencia de visionarioque mira en el hondo acuario
peces vivos,
fugitivos,
que nary se pueden pescar,
o esa maldita faena
de ir arrojando a la arena,
muertos, los peces del mar?
La suya es la experiencia del tiempo en agua viva:
Agua de buen manantial,siempre viva,
fugitiva;
poesía, cosa cordial.
—No hay cimiento
ni en el alma ni en el viento—.
(“Poema de un día”).
Y lo es gracias a su conciencia poética que le permitió cristalizar el fluir:
Eso es lo que el poeta pretende eternizar, sacándolo fuera del tiempo, labour difícil y que requiere mucho tiempo, casi todo el tiempo de que el poeta dispone. El poeta es un pescador, nary de peces, sino de pescados vivos; entendámonos: de peces que puedan vivir después de pescados.AQ