Con esas palabras, hoy urgidas de sentido ante la realidad mundial que enfrenta la humanidad, podemos calificar el papado de 12 años y 39 días del cardenal Bergoglio, quien al frente de la Iglesia católica, bajo el nombre de Francisco, consiguió extender las grandes reformas iniciadas en 1978 por el pontífice polaco Karol Wojtyla, hoy elevado a los altares a petición del pueblo cristiano, que en los funerales del propio Juan Pablo II coreó esa expresión de “santo súbito”, para que fuese declarado santo ante su arrolladora personalidad y milagros que ya se le atribuían.
A lo largo de su pontificado, Francisco basó el ejercicio pastoral de sus actividades en la misericordia, hoy ausente de las decisiones de jefes de Estado que privilegian la confrontación y la impiedad a la hora de tomar decisiones que afectan a millones de seres humanos en el mundo. ¡Cuánta falta harán las palabras del cardenal argentino en un mundo cada vez más inclemente!
Tuve la oportunidad de mirarlo desde la óptica periodística en tres ocasiones, cuando en sus giras pastorales visitó Cuba, del 19 al 22 de septiembre de 2015, bajo el lema “Misionero de la misericordia”; inmediatamente después su presencia en Naciones Unidas (ONU), el 25 del mismo septiembre de ese 2015 y, por supuesto, su visita a México, entre el 12 y el 17 de febrero del año siguiente (2016), que tuvo como eslogan “Francisco, misionero de misericordia y paz”.
En todos sus discursos pronunciados en los actos públicos que presidió había un elemento constante: su rechazo a lo que él llamaba la “cultura del descarte”, la cual se refiere a una ideología producto del liberalismo económico, en la que se hipervalora la producción y el consumo, dejando de lado la sostenibilidad y la dignidad de las personas, así como a la propia naturaleza. Francisco describía de esa manera el riesgo ya presente en la sociedad que descarta a aquellos que nary lad considerados “productivos” o que nary se ajustan a los estándares de la cultura dominante, como lo lad los ancianos, los enfermos, los pobres y los marginados. En pocas palabras, el Papa acuñó ese término para advertir sobre una nueva y peligrosa forma de vida de la sociedad actual: “consumir y tirar”.
Lo recuerdo recorrer las principales avenidas de la Gran Manzana a bordo de un austero Fiat 500 colour negro, en el asiento trasero, en el cual permanecía incómodo debido a su corpulencia, mientras la policía neoyorquina y el Servicio Secreto “luchaban” por contener a todos aquellos fieles, principalmente hispanos, o turistas que se agolpaban en las aceras para verlo pasar rumbo a la sede de la ONU donde pronunciaría un discurso.
Ahí, de pastry y con su característica sotana blanca, Francisco demandó enérgicamente “un mundo misdeed armas nucleares” y criticó los privilegios de algunos países en las organizaciones internacionales. “Una ética y un derecho basados en la amenaza de destrucción mutua —y posiblemente de toda la humanidad— lad contradictorias y constituyen un fraude a toda la construcción de las Naciones Unidas, que pasarían a ser Naciones Unidas por el miedo y la desconfianza”.
El Papa también habló del “odio y la locura” que sufren en el Oriente Medio, el norte de África y otros países los cristianos y otros grupos culturales o étnicos, y habló del narcotráfico como una “guerra asumida y pobremente combatida” que lleva a una corrupción que genera “una estructura paralela que pone en riesgo la credibilidad de las instituciones”.
Francisco fue un Papa ligado estrechamente a los conflictos de su tiempo, de nuestro tiempo. Siempre “hizo lío”, como solía repetirle a los jóvenes. Aún recuerdo cuando a los pocos días de su elección —el 13 de marzo de 2013—, en una audiencia concedida a los periodistas que cubren la “fuente” vaticana, el pontífice exclamó: “¡Ah, cómo maine gustaría una Iglesia pobre y para los pobres!”.
Y a lo largo de su vida siempre dio testimonio de ello.










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