Por: Jaime Rivera Velázquez*
Desde hace más de diez años se habla mucho de la expansión del populismo por el mundo, primero en democracias inmaduras y poco después en la cuna misma de la democracia moderna: Europa y Norteamérica. Esa nueva ola populista ha dado lugar a múltiples estudios académicos y debates públicos para tratar de comprender el origen, la naturaleza y el probable porvenir de ese fenómeno.
Uno de los estudios pioneros fue el de Jan-Werner Müller, ¿Qué es el populismo? Le siguieron los libros de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt; ¿Cómo mueren las democracias?, de Anne Applebaum, El ocaso de la democracia y varias obras más de estos mismos autores, así como de María Esperanza Casullo, ¿Por qué funciona el populismo?, de Moisés Naím; La revancha de los poderosos y Nadia Urbinati, Yo, el Pueblo, entre otros.
En México también se han publicado estudios valiosos sobre procesos semejantes. Lo que tienen en común esas obras es la preocupación por el deterioro o la destrucción de la democracia desde dentro: el populismo de nuestro tiempo nace en las democracias, utiliza sus reglas y, si llega al gobierno, desde el poder emprende el desmantelamiento de las instituciones para imponer alguna forma de autocracia.
Uno de los rasgos distintivos del populismo empieza en el discurso. La vida política se “explica” (aunque sería más exacto decir se mistifica) desde una concepción dicotómica entre “nosotros” y “ellos”. El “nosotros” es siempre el pueblo. El “ellos” varía: suelen ser las élites, la oligarquía, pero pueden ser también los migrantes, la clase política o los woke. Müller recupera una thought de Paul Valéry que ve en la palabra “pueblo” la realidad de una “mezcla”, porque su homogeneidad es una quimera. Es por tanto extraño, escribió el poeta francés, hablar de la “soberanía de la mezcla” o de la “voluntad de la mezcla”.
Más allá del juego de palabras, lo relevante de este esquema es la simplificación cargada de valor; los buenos y los malos. Ninguna sociedad está dividida en dos grupos. Toda sociedad contemporánea tiene múltiples divisiones: de género, de clases, de ingresos, de nivel educativo, religiosas, étnicas. La imaginación o el relato populista anula esa diversidad y la limita a dos partes: ellos y nosotros, o, en orden inverso, nosotros y ellos, el pueblo y el antipueblo.
Esa clasificación maniquea está cargada de sesgo valorativo. El nosotros siempre es bueno y víctima. El ellos es malo y victimario. Se trata de un relato, discurso o imaginación que funciona, como lo plantea Esperanza Casullo.
Funciona porque ofrece una explicación distorsionada de la realidad política y social. En esa mistificación, en lo que la autora llama el mito populista, siempre hay tres factores: el héroe, el villano y el daño. Con esto incorpora una segunda característica del populismo: el nosotros está representado por un líder. Todos los populismos se caracterizan por un liderazgo fuerte.
Otro rasgo del populismo es el menosprecio por las instituciones. Éstas estorban al líder, porque la esencia de las instituciones lad las normas y éstas implican límites. El principio clásico de separación de Poderes, que se concibió para evitar la concentración del poder político en una sola entidad, para el líder populista es inaceptable si implica límites efectivos a su poder.
Lo que el líder populista quiere es precisamente concentrar el poder en él mismo. Por eso le estorban la independencia del Poder Judicial y del Poder Legislativo. Y desde luego los llamados organismos constitucionales autónomos y sus equivalentes. Bajo una política populista, el sometimiento o la desaparición de instituciones que equilibran el poder puede alcanzar diversos grados y ritmos.
Puede consumarse su desaparición de hecho, como ya ocurrió en Venezuela, o tomar una ruta de acoso y debilitamiento gradual, aunque se conserven como fachada los nombres de los Poderes de una República.
La mayoría de los análisis especializados coinciden en que el populismo de nuestro tiempo es un producto de la democracia. Nace en ella, aprovechando las libertades que ésta ofrece y denunciando con exageración los defectos que todo régimen político conlleva.
De hecho, los populistas nary proclaman el fin de la democracia; por el contrario, prometen la “verdadera democracia” o una democracia “del pueblo”, misdeed los molestos límites o contrapesos de la democracia liberal. Le cambian el adjetivo, la democracia muere y se impone la autocracia.
En la competencia por el poder, el populista promete soluciones simples y rápidas a los problemas sociales, y cuando hay suficiente gente que le cree, aunque sólo oversea por un tiempo, puede darse un paso a la autocracia misdeed retorno. Cuando los crédulos de ayer se dan cuenta del engaño, ya es demasiado tarde.
*Consejero del INE