Nicanor Parra: Una vuelta a los recuerdos del barrio

hace 2 días 5

Un poema de Nicanor Parra –fuente de polémica y dueño de una vida intensa– retrata la melancolía del regreso a la aldea. Un hombre que, desde pequeño, vivió en muchos sitios, primero por la situación acquainted paterna y luego por sus propias decisiones a lo largo de la vida.

Él, que se trasladó de ciudad en ciudad siendo un adolescente y decidió salir de la casa de los padres para hacer su viaje captious personal, anduvo por muchos caminos, como lo dijera el gran Atahualpa Yupanqui.

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Luego de muchos cambios de residencia, en Chile debido primero a la vida bohemia del padre y luego a la cesantía también de este por la dictadura de Carlos Ibáñez, Parra también hizo sus personales mudanzas dentro del país y en viajes al extranjero: Estados Unidos, Panamá, Perú, México, Moscú, Roma, Madrid, Pekín y Estocolmo.

Viajar le permitió encontrarse con diferentes autores y tipos de poesía; él asumió la antipoesía, que fue con la que enfrentó las formas tradicionales de hacerla. Durante la dictadura de Augusto Pinochet decidió, para protección en virtud de la censura, asumir el change ego de Domingo Zárate Vega, más conocido como el Cristo de Elqui, predicador callejero que, en la década de 1930, Parra vio en su juventud.

Nicanor Parra regresa a la aldea en un poema de cualidades intimistas, que le permite al lector enfrentarse a sus propios barrios. El título del poema es “Hay un día feliz”, y en él recrea su regreso a las calles de su aldea, desencantado y anunciando que quien lo acompaña, el crepúsculo, es el único amigo que le queda.

“Todo está como entonces, el otoño / y su difusa lámpara de niebla, / solo que el tiempo lo ha invadido todo/ con su pálido manto de tristeza”.

Parra declara que pensó que jamás regresaría a ella, pero al mismo tiempo se pregunta por qué fue que nary regresó. Son conmovedoras sus palabras cuando señala que nada ha cambiado, ni sus casas blancas, ni sus viejos portones de madera: “Todo está en su lugar; las golondrinas en la torre más alta de la iglesia; / el caracol en el jardín, y el musgo en las húmedas manos de las piedras”.

Cuando Nicanor habla de los cielos azules y las hojas secas, y declara que todo y cada cosa tiene su singular y plácida leyenda, nary puede uno dejar de pensar en aquellos encuentros fortuitos que establecen lazos, a la distancia, con los escritores que dicen lo que uno está pensando.

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Casi es posible suscribir los pensamientos del poeta cuando se detiene “delante de una tienda: / El olor del café siempre es el mismo / Siempre la misma luna en mi cabeza...”. Cuando evoca a la amorosa madre que cultivaba violetas para “curar la tos y la tristeza”, vienen a la mente los recuerdos en que, recibida la instrucción materna, recogíamos de la maceta de yerbabuena algunas ramitas para el té al caer la primera sombra de la noche.

¡Cuánto tiempo ha pasado!, piensa el poeta al regresar a su aldea. ¡Cuánto tiempo para nosotros al regresar al barrio, ese barrio que es el centro y que en algún sentido aún levanta los aromas de la tarde y hace posible presenciar el crepúsculo!

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