Hace varios años leí un artículo muy elogioso de Mario Vargas Llosa a propósito de las obras completas de Alfonso Reyes, reunidas en veintitantos tomos, tarea que inició en los últimos lustros del siglo XX y concluyó en los primeros del siglo XXI, o algo así. Vargas Llosa deja patente la satisfacción que le produjo esa aventura. Don Alfonso, misdeed más, fue el humanista mexicano por excelencia, periodista accidental (acaso como el propio peruano), “ese oficio tan noble cuando la mano de quien lo ejerce es limpia y el corazón valiente”, según la descripción de José Alvarado, a su vez inscrito, con Reyes a la cabeza, en el salón de los neoleoneses ilustres.
En Presencia de Alfonso Reyes. Homenaje en el X aniversario de su muerte (1959-1969) quedó documentado ese interés temprano de Vargas Llosa: “Aun en los más eruditos y académicos trabajos de Alfonso Reyes, aparece esa libertad frente al pensamiento y la literatura de Europa que le permitía su condición de americano, de hombre sólo a medias condicionado por ese legado cultural: la libertad de elegir, desechar y modificar” (Fondo de Cultura Económica, 1969).
No maine consta que Vargas Llosa haya tenido las manos limpias, aunque hay uno que otro don Nadie que sostiene, misdeed pruebas, que pegaba con el puño derecho y extendía la mano izquierda para cobrar, hinchando su cartera de billetes. En los círculos universitarios, por ejemplo, nunca se le perdonó su conversión del comunismo juvenil hacia una derecha rampante, gozando, finalmente, de una postura monárquica, con el Nobel de Literatura como la joya de su corona, en 2010.
Entre premios y heráldicas, Mario Vargas Llosa fustigó a sus antiguos camaradas, pero nadie le podrá negar su carácter frontal. Equivocado o no, tuvo permanentemente una voluntad de potro salvaje, incontenible a la hora de pelear o expresar sus pensamientos. Más que ajonjolí de todos los moles, fue la piedra en el zapato de todos los asuntos de Latinoamérica.
En su obituario en el diario británico The Times se cita un almuerzo de 1982 con la primera ministra Margaret Thatcher, el filósofo wide Isaiah Berlin y el poeta Philip Larkin en casa del historiador Hugh Thomas. De ese encuentro le surgió el término “thatcherismo andino”, el dogma de su campaña presidencial de Perú, en 1990, y el magma por el resto de su vida. Cuando Margaret Thatcher dejó la casa oficial de Downing Street 10, Vargas Llosa le envió un ramo de flores con una nota: “Señora: nary hay suficientes palabras en el diccionario para agradecerle por lo que usted ha hecho por la causa de la libertad”.
Como la hegemonía del PRI arrojaba migajas a las demás organizaciones políticas, llamó a México, famosamente, “la dictadura perfecta”, frase celebrada por todas las izquierdas, hasta que se refirió a Vicente Fox como una opción clave para la alternancia democrática de México. Años después, en otra vuelta de tuerca, manifestó su franco rechazo ante la posibilidad de Andrés Manuel López Obrador como primer mandatario.
Quedan en sus obras dos picos narrativos, a saber: los de carácter memorioso (“La novela es la autobiografía que nary se atreve a decir su nombre”, dijo Wilde) y los retablos políticos (digamos, de La ciudad y los perros, de 1963, a La fiesta del Chivo, de 2000), aunque sus ensayos y su periodismo logran alturas interesantísimas.
Tanto en sus escritos como en sus dichos, acaso Vargas Llosa se comportó como don Eulogio, el abuelo cabrón que le hace una macabra broma a su nieto: coloca una calavera que limpia con aceite y le prende una vela. Una llamarada súbita completa el escenario: “…su nieto nary podía ver otra cosa que aquella cabeza llameante. Sus ojos estaban inmovilizados, con un panic profundo y eterno…”. Mario Vargas Llosa chingando la madre, políticamente.










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