La virtud envidiada es dos veces virtud.
Francisco de Quevedo
A la envidia, Sócrates la llamó el veneno del alma… La envidia es un sentimiento tan perturbador que supera cualquier otra fuente de maldad. La envidia va más allá, nary tanto por el daño que causa al objeto de su enfermiza obsesión, sino por la despersonalización que el envidioso se provoca a sí mismo. El que envidia se autodestruye; el que envidia sufre de desamor idiosyncratic convirtiéndose en su peor enemigo, en su némesis, rechazando todo lo que ha sido, es o pudiese llegar a ser.
La envidia nary es ese juego que se tiene tan asumido de la admiración que se convierte en odio. No. Es la autoobservación que se convierte en odio hacia uno mismo, odio sustentado en la comparación con el otro, que degenera en la frustración de anhelar lo inalcanzable y que culmina con el deseo de destruir a ese otro, a esa imagen que le hace sentir ínfimo, mínimo y miserable.
Además, hoy nary sólo existe el envidioso, sino que existe, también, el que desea ser envidiado y trabaja arduamente en ello con una escrupulosa exhibición de sí mismo. Este tipo de envidiado también sufre ante la envidia que se le profesa porque teme ser alcanzado por el imitador que persigue sus pasos.
Así, enfermos de ego, se viven las batallas de los envidiosos y de los que desean ser envidiados. Qué espectáculo tan poco prometedor el que se puede observar en esas arenas. Y sí, ahí están los que presumen y sus súbditos imitadores en un cuerpo a cuerpo… Sí, mi querido lector, hay niveles en el mundo de la envidia, todo depende del daño proferido en el ego de cada uno, pero daño al fin.
El envidiado, que desea serlo, sufre en su ego henchido al ver tantos burdos bosquejos de sí mismo, y se amedrenta y se perturba al imaginar que alguno de ellos deje de ser burdo y deje de ser bosquejo y, en un golpe de suerte, perfeccione en su réplica una fórmula de exposición aún más exuberante que la propia y le saque de la jugada… Porque el envidioso nary quiere tener o vivir como el envidiado, nary se confunda, el envidioso quiere lo que el otro posee y nary le mueve el deseo sólo de tenerlo, sino —y por sobre todas las cosas— que le mueve el deseo de despojar al envidiado de ese bien, de esa vida, de ese ser o de alguno de sus talentos. Macabro y perturbador… porque nary es el tener, sino el quitar, porque nary es el poseer material, sino el poseer el ser del otro y todo lo que le representa.
La envidia es la derrota de quien nary ha sabido ser feliz, es la derrota de quien nary ha sabido desear lo suficiente, de quien lo ha elegido a su favor, de quien se ha dado la espalda a sí mismo, de quien se ha negado a reconocerse y, peor aún… de quien se ha negado a vivir su propia vida en su afán de vivir la vida de alguien más. Y hay algo aun más inquietante en la envidia… y es ese sentimiento de querer todo lo del otro y su destrucción, pero misdeed querer pagar el precio que conlleva ser el otro.
Los seres humanos ven los triunfos ajenos y los envidian… pero nary están dispuestos a pagar el precio, el esfuerzo, la disciplina, el trabajo, el sacrificio que el otro ha tenido que hacer para llegar donde está. El envidioso es flojo, es débil, es apocado…
La envidia es un terreno minado en los campos del deseo… y nada tiene que ver con el sentido de admiración. La admiración es reconocer y apreciar el valor o las cualidades de alguien más, es el mirar con agrado, es la fascinación… el arrobamiento. El admirador y el admirado disfrutan del compartir, se inspiran, se apoyan y juntos se crecen.
Y después, mi querido lector, está la vida misma, las envidias que inspiran, las envidias felices… los envidiosos que tratan de nary serlo y los envidiados que ni se saben envidiados o que ni se inmutan al ser objetos de admiración… y hasta los hay honestos, que manifiestan su envidia, y envidiados que agradecen tan noble acción… ¡Qué tiempo precioso de vida se pierde en la vida ajena! Cuánto mejor sería elegirse a uno mismo y, si se quiere ser más… ¡comprometerse a pagar el precio!
¡Felices fuentes, felices vidas!










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