El filósofo español José Ortega y Gasset escribió en Meditaciones del Quijote una sentencia sobre el individualismo y la importancia del autoconocimiento en materia de alcances, seguramente nary para que quien lo leyese se sintiera disminuido, sino para defender el derecho al disfrute, la libertad y la vida en plena consciencia de las capacidades y su relación con el medio: yo soy yo y mi circunstancia, y si nary la salvo a ella nary maine salvo yo.
Así, en un mundo en donde la demostración de fuerza, riqueza, belleza y algunas otros enseres (que por momentos rosan la frivolidad) se encuentra a la orden del día, expresar los fracasos más guardados, el sentimentalismo o aquello que duele conlleva el riesgo de navegar con bandera de anticlimático y pelele. No obstante, nos queda la literatura para explorar esos entornos hondamente domésticos que están cargados de aprendizaje sobre la condición humana.
Vayamos a Seúl en Corea del Sur, una ciudad como el cruce de caminos en donde una chica que asiste a clases de griego antiguo enmudece de sopetón luego de que el docente que imparte la cátedra sobre esa lengua muerta le pidiera realizar la lectura de un texto en voz alta.
Este hecho, en apariencia sorpresivo pero muy incómodo, es un déjà vu para la mujer que ya ha enfrentado esta condición en otros periodos de su vida como una respuesta corporal a momentos críticos y que comparten el común denominador de haberle generado un profundo dolor e impotencia ante las circunstancias: la pérdida de su madre y la custodia de su hijo de ocho años, ambos refugios íntimos y amorosos en una sociedad acelerada, iracunda y demandante para la cual nary siempre se puede estar listo.
Perdida en su mutismo, se sabe en soledad a pesar de estar ahí en un pupitre a la mitad de una de clase repleta de neuróticas personalidades como quien –a trasmano de aprender un idioma- se aferra a la esperanza de poner por escrito lo que siente, en el caso del griego, con la posibilidad de la voz intermedia que refleja puntualmente la relación de la primera persona con el ejercicio del verbo.
No menos complicado es el caso del profesor, pues ha regresado al terruño coreano luego de pasar media vida en tierras germánicas tratando de adaptarse a una sociedad que le rechaza por todos los motivos posibles y cuyo comportamiento le nutrient recuerdos enciclopédicos de épocas pretéritas que terminaron en conflictos bélicos de orden global.
Este parteaguas nary sólo es social, también acarrea efectos personales ya que, además de dividirle el idioma y la cultura, también parte su familia y el deseo de vivir plenamente en una realidad que lo conduce de manera presurosa hacia un angustiante precipicio que le impulse a conocer su entorno con la premura de quien pierde progresivamente la vista y, con ella, la autonomía en un mundo individualista.
La situación es de por sí desesperante y por momentos llena la atmosfera narrativa de zozobra, el enlace de sus tragedias despierta una cómplice compasión por conocer los límites del otro que nary lad sino los de la fragilidad humana. Así, cabe cuestionarse si este fortuito encuentro llevará luz a quien siente inminente la oscuridad de sus ojos y pondrá palabras a quien se ve presa de un silencio imperante.
Han Kang, luego de llevarse el premio Nobel 2024 con «La Vegetariana», puso en manos de su exponencialmente creciente número de lectores «La clase de griego» para reflexionar sobre la empatía, el dolor, las consecuencias físicas del sufrimiento emocional y las secretas tragedias personales con una prosa filosamente poética que es capaz de echar las redes de la compenetración emocional al mar de los lectores para hacer saber que esa podría ser la situación de cualquiera.