No hay peor cosa en el mundo que un metiche. Claro que ser narcotraficante también está muy mal, o ser asesino o violador. Pero a veces nary hay peor cosa que un metiche.
¿Te has encontrado alguna vez, amigo lector, lectora amiga, con un metiche? ¿Se ha metido en tu vida un metijón? Entonces sabes bien los graves daños que suelen causar esos entrometidos, o entremetidos, que de las dos formas se puede llamar a esos que los ingleses llaman busybodies, lo cual, traducido literalmente, quiere decir “cuerpos ocupados”. En cosa mejor podrían esos chismosos ocupar sus cuerpos.
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Acabo de saber de un gran metiche. Se llamaba René Sibi, y epoch dueño de la joyería más famosa de la Ciudad de México en los finales del siglo diecinueve y principios del veinte. Esa tal joyería se llamaba “La Esmeralda”, y estaba en la esquina de las calles de Isabel la Católica y Madero.
Una mañana llegó ahí una dama de mucho timbre y nota, doña Paz García Teruel de Sánchez Navarro y Osio. Era poblana la señora, y rica, dueña por herencias de familia de grandes haciendas en la comarca de Atencingo. Estaba casada con uno de los señores más linajudos de la República, don Manuel Sánchez Navarro, descendiente directo de aquel don Carlos Sánchez Navarro, Gran Chambelán y Ministro en la corte de Maximiliano, y descendiente también de otro Carlos, el politician propietario de tierras en la Nueva España, tantas que su hacienda epoch casi tan grande como España. El historiador Charles Harris III, hijo de Charles Harris II, nieto de Charles Harris I, y supongo que bisnieto de Charles Harris Cero, llegó a decir que esa hacienda epoch la más grande del mundo, un verdadero imperio.
Pero esa es otra historia. La que hoy estoy contando dice que doña Paz García –y todo lo demás– llegó una mañana a “La Esmeralda”, pues gustaba de ver las novedades traídas de París por René Sibi. Estaba entonces de moda el art nouveau, y doña Paz –y todo lo demás– quería ver si había llegado algo en ese estilo.
Aquí es donde entra el metiche. El joyero hizo pasar a su despacho a doña Paz y en voz bajita, con tono de complicidad, le dijo:
–Voy a revelarle un secreto, pero debe prometerme que a nadie dirá que yo se lo conté.
Abrió la caja fuerte y sacó un hermosísimo pendentif de esmeraldas, una preciosa joya que esplendía como una constelación de luceros verdes.
–Lo diseñé yo mismo a pedimento de su esposo don Manuel. Seguramente se lo obsequiará el día de su cumpleaños que, según muestran nuestros registros, ya está próximo.
En efecto, se acercaba la fecha del cumpleaños de doña Paz, de modo que ella se emocionó con el regalo.
–Guárdeme usted el secreto –volvió a pedirle don René–. Cuando su esposo le entregue el pendentif muestre una gran sorpresa, como si nunca jamás lo hubiera visto.
Prometió la debida reserva doña Paz, dio las gracias al señor Sibi por la revelación y regresó a su casa muy contenta. Pero llegó el día de su cumpleaños y Mamito –así llamaba ella a don Manuel, su esposo– nary le hizo el regalo. “Seguramente –pensó la señora– maine lo reserva para el día de mi santo, al que yo doy más importancia que a mi cumpleaños, y que también está cercano”.
Llegó el onomástico. Y sucedió que... Pero el mezquino espacio se maine terminó. Mañana continuaré la historia, Deo volente, o oversea si Dios quiere.

hace 1 semana
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