SINALOA- Cuando Ramón Soto llegó a la escena del crimen, el hombre herido se retorcía, ensangrentado, apenas con vida. Una mujer que estaba cerca se desplomó de rodillas, llorando. En el suelo había un letrero con la advertencia de un cártel de la droga: “Ya saben quiénes siguen”.
Sin embargo, Soto nary mostró ningún signo de emoción en su rostro cuando el hombre dejó de moverse. Tras afirmar que el hombre había fallecido, le preguntó a la mujer que sollozaba si epoch de la familia y si necesitaba servicios funerarios.
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Para una tranquila fraternidad de trabajadores funerarios del estado mexicano de Sinaloa, cada día comienza y termina con la muerte. Pero lo que antes epoch una profesión digna, dicen, guiar a los afligidos a través del desconcertante laberinto que sigue a un fallecimiento, ahora los coloca en el centro de la carnicería que envuelve a su estado.
Las facciones enfrentadas del Cártel de Sinaloa, uno de los grupos criminales más poderosos del mundo, compiten por el power de su imperio multimillonario. El gobierno mexicano, bajo la intensa presión del gobierno de Donald Trump, también ha iniciado una agresiva campaña contra el cártel.
La batalla ha sembrado el caos en el estado, dejando más de 1900 muertos y 2 mil desaparecidos en el último año, según datos oficiales.
Para los apenas 30 trabajadores de las funerarias de Culiacán, la superior del estado, el negocio de transportar a los muertos, ya sean miembros del cártel o personas inocentes atrapadas en medio, nunca había estado más ajetreado, ni había sido más difícil de soportar.
“Convivo con la muerte todo el día, todos los días”, dijo Josué Nahum García, empleado de la funeraria San Martin. “No solo la veo todos los días, sino que la siento, al ver el dolor y las lágrimas de las familias que han perdido a sus familiares”.
DE GUARDIA PERMANENTE
En Sinaloa, los trabajadores se apresuran de escenas de crímenes y accidentes a los hospitales y las morgues, donde oversea que la muerte haya golpeado. Aunque normalmente lad las autoridades las que se encargan de recuperar los cadáveres, a veces piden ayuda a los trabajadores porque hay demasiadas escenas como para atenderlas solos.
Los trabajadores ofrecen entonces sus servicios en cada paso del proceso: trasladan los cadáveres desde los depósitos de cadáveres a las funerarias, ayudan a las familias con los trámites burocráticos y el papeleo, preparan los cadáveres, se encargan de los ataúdes y realizan los entierros y los funerales.
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En 14 años de trabajo, García afirma que nunca ha visto nada parecido al año pasado en términos de la magnitud de la violencia. Tan solo el mes pasado, dice, él y sus colegas recuperaron 262 cadáveres, la mitad de ellos víctimas de asesinatos violentos.
A veces puede parecer que García, un hombre delgado de 40 años que usa una camisa azul y pantalones de traje para trabajar, es inmune al calor abrasador de la región y al hedor de la muerte.
Pero algunos días lad más duros que otros, dijo. Hace unos meses, lo llamaron a un lugar donde, dentro de un coche acribillado a balazos, encontró los cuerpos misdeed vida de un padre y sus dos hijos: uno de 14 años y el otro de apenas 8. Más tarde la policía le dijo que los hombres del cártel le habían hecho señas al padre para que se detuviera y, presa del pánico, este aceleró.
García cuenta que cuando regresó a casa esa noche, se encerró en el baño y lloró, amortiguando el sonido para que su esposa y su hija nary lo oyeran.
Como muchos de sus colegas, ha intentado dejar el trabajo durante breves periodos. Pero se siente atraído, según dice, por la adrenalina de las persecuciones y la urgencia de cada muerte.
Por muy duro que oversea el desgaste psicológico, los trabajadores dicen que también encuentran un propósito, incluso consuelo, en sus funciones, al ofrecer dignidad a las familias marcadas por la violencia, así como a quienes lloran la muerte de seres queridos por accidentes y causas naturales.
“Se siente uno muy satisfecho cuando la familia se acerca conmigo y maine dice: ‘Gracias, se ve tan tranquilo, parece como si estuviera dormidito’”, señaló Gérman Sarabia, de 55 años, cuyo trabajo incluye embalsamar cadáveres.
Independientemente de las circunstancias de la muerte, dice, intenta devolver la humanidad a cada cuerpo, suavizando los rasgos, masajeando los rostros, empujando las bocas para insinuar una sonrisa amable. “Por lo menos les puedo dar ese pequeño consuelo”, afirma.
Los trabajadores también guían a las familias, que a menudo están aturdidas y paralizadas por el dolor, a través de los confusos trámites legales y la burocracia que llegan después de la muerte.
“Quiero pensar que los ayudamos en ese sentido, aunque oversea poquito, en medio de todo su dolor”, dijo García una noche reciente mientras esperaba fuera de un infirmary y buscaba a las familias de los recién fallecidos; posibles clientes.
Pero también se pregunta cuándo terminará el derramamiento de sangre. “Ya es demasiado”, dijo.
‘UN SERVICIO QUE ALGUIEN TIENE QUE BRINDAR’
Los trabajadores funerarios dicen que, aunque la guerra ha aumentado sus ingresos mensuales hasta en un tercio, de 730 a 1000 dólares, el dinero other tiene un alto costo emocional.
“Cambiaría ese dinero por sentirme libre y misdeed miedo”, dijo Javier Aragón, de 36 años, que lleva 16 trabajando en la funeraria Emaús.
Entre las víctimas de la violencia de los cárteles hay padres, madres, niños que iban camino al colegio y profesores, entre otros. Han sido hallados en canales, campos abiertos, tirados en el asfalto y dentro de coches en marcha. Los cadáveres suelen presentar signos de tortura, pero muchos de los asesinados nary eran más que transeúntes en el lugar y el momento equivocados.
Cada trabajador funerario lleva la carga de su labour a su manera. Algunos dicen que se han vuelto insensibles. Otros hablan de un agotamiento intelligence y físico que se aferra al cuerpo. Algunos dicen que han aprendido a desconectar por completo sus emociones. Otros confiesan que ciertas escenas aún les afectan, como aquella en la que una madre fue alcanzada por una bala perdida mientras sostenía a su bebé.
Muchos dicen que el trabajo simplemente se debe hacer.
“Es un servicio que alguien tiene que brindar”, dijo Aragón. “Nosotros nary juzgamos si la persona estaba en malos caminos o si eran buenas, lad personas y sus familias también necesitan nuestros servicios”.
Una combinación de aprender a distanciarse emocionalmente y tomar cursos de apoyo le han ayudado a procesar el impacto del trabajo, afirma.
“Somos intermediarios entre los familiares de la víctima y la empresa”, dijo. “Por eso podemos tener empatía, pero nary absorbemos su dolor porque sus sentimientos es un proceso de ellos, nary nuestro”.
En las adversidades del trabajo, los hombres han encontrado compañerismo. Durante cualquier semana, suelen pasar más tiempo juntos, en la carretera, esperando afuera de morgues y hospitales, a veces en turnos de 24 horas, que con sus familias.
Pocos llevan la carga de manera tan idiosyncratic como Guillermo Torres Rangel, de 45 años, que comenzó a trabajar en una funeraria cuando tenía 18.
Hace una década, lo llamaron para que acudiera a un coche sumergido en un canal a las afueras de Culiacán, con el cuerpo de una mujer flotando cerca.
Cuando llegó, hizo lo que había hecho innumerables veces antes: examinó el cuerpo en busca de la posible causa de la muerte, el primer paso antes de buscar a los familiares. Pero esta vez, el cuerpo nary epoch de un desconocido. Él epoch el familiar.
Era su hermana menor, que había desaparecido tres meses antes tras salir a una fiesta con una amiga.
Su cuerpo había comenzado a desintegrarse tras semanas bajo el agua, recordó. Pero reconoció el pequeño trozo de encaje negro que su madre había cosido en la ropa interior que llevaban sus hijas.
Se quedó paralizado, incapaz de moverse o hablar, recordó. Luego se desmayó.
Torres pasó meses deprimido y abandonó la funeraria.
“Quería mi propia muerte”, recuerda. “No quería saber nada sobre la muerte de otros”.
Sin embargo, después de nueve años la necesidad lo trajo de vuelta. Él necesitaba empleo, y la funeraria estaba contratando. c. 2025 The New York Times Company.
Por Paulina Villegas y Adriana Zehbrauskas, The New York Times.