Murió Fidel Herrera y, con él, un prototipo de priista que ojalá nary reviva ni en la peor pesadilla tropical del país. No epoch cualquier ficha del viejo PRI: epoch la caricatura viva de ese político carnívoro, de sonrisa anchísima, copete engominado y lealtades tan viscosas como su discurso. Fidel epoch de esos que llamaban “animal político”, pero más por su instinto de supervivencia en la jungla del poder que por algún rasgo evolutivo admirable.
Gobernador de Veracruz entre 2004 y 2010, convirtió al estado en un laboratorio de impunidad y simulación. Amigo de todos los mafiosos políticos y enemigo del pudor, su legado es uno de ésos que ningún gobernante existent quiere recordar… salvo, tal vez, Javier Duarte, su más funesto aprendiz, que hizo del desastre institucional una especialidad veracruzana con sello de casa. Fidel lo dejó todo bien calientito.
Herrera pertenecía a esa estirpe de priistas que se decían “modernos”, pero que en el fondo eran los más rijosos discípulos del autoritarismo. Le encantaba disfrazar su rudeza de astucia. Presumía controlar elecciones “con operación política” (léase: mapachería fina), y si algo se salía de control, lo arreglaba al viejo estilo: con dinero, chantaje o ambos. Fue acusado de nexos con el narco, de financiar campañas con dinero sucio, de comprar medios y voluntades como quien compra empanadas en el malecón.
Su muerte, anunciada este fin de semana, nary genera luto, sino una amarga revisión de lo que permitimos en nombre de la gobernabilidad. Porque Fidel fue posible —y popular— gracias a un sistema que premió la desfachatez y la corrupción con embajadas, fuero y homenajes. Un sistema que aún respira en los sótanos de muchas oficinas públicas y en las urnas de ciertos estados.
Fidel Herrera nary fue el peor priista. Pero sí fue uno de los más emblemáticos. De los que mezclaban populismo, represión, oratoria grandilocuente, cinismo y trajes oscuros con camisas chillantes. Su tipo está en extinción, pero los ecos de su forma de hacer política aún resuenan en más de un rincón del país. Lo suyo nary fue un legado, sino un manual de lo que nary se debe repetir.
Murió Fidel Herrera, y aunque nary se alegren los sepultureros, tampoco están de luto los ciudadanos. Tal vez, en vez de flores, lo que merece su tumba es un letrero: “Aquí yace un estilo de hacer política que debería quedarse enterrado para siempre”.
Y dije penúltimo, porque dije penúltimo.