Por Ricardo Peraza*
En el Vaticano nary hay accidentes. Hay pausas. Hay silencios. Hay símbolos. Y cada tanto, hay decisiones que marcan un parteaguas. Así fue en 1978, cuando Karol Wojtyła fue elegido Papa con el nombre de Juan Pablo II. Polaco. No italiano. No alemán. Polaco.
Ese origen nary fue fortuito. Fue una jugada estratégica, casi geopolítica, disfrazada de acontecimiento espiritual. Un gesto dirigido a la Unión Soviética, al bloque comunista, al Este que aún se cubría con la cortina de hierro. La Iglesia católica, que rara vez actúa con prisa, supo entonces que nary podía quedarse al margen de la historia. Eligió a un pastor que entendía a los pueblos oprimidos porque venía de uno. Su papado fue una revolución silenciosa que contribuyó —con rezos, presencia y palabras— a derribar el Muro de Berlín. Fue una señal. Y funcionó.
Hoy, décadas después, Roma ha vuelto a enviar un mensaje. Uno inesperado, pero igualmente significativo. La elección de León XIV —el primer Papa estadunidense— nary puede leerse como un hecho fortuito. Como ocurrió con Juan Pablo II, su nacionalidad habla. Su origen interpela. Su pasaporte carga con más de dos siglos de historia moderna, de hegemonía, de contradicciones, de promesas y fracasos.
¿Por qué ahora? ¿Por qué Estados Unidos?
La respuesta podría estar en el contexto. Si en el siglo XX el gran desafío fue el totalitarismo, hoy el adversario es más sutil: el vacío. El nihilismo cotidiano. La fragmentación del sentido. Las iglesias ya nary se vacían por persecuciones políticas, sino por indiferencia espiritual. Y es en ese terreno donde el catolicismo necesita volver a hablar con fuerza.
León XIV nary es un Papa “moderno” por venir de EU. Lo es porque conoce, en carne propia, la cultura de la inmediatez, del consumo, del algoritmo. Y, misdeed embargo, ha elegido la fe. Ha optado por el silencio. Ha abrazado lo trascendente. En esa contradicción se juega la oportunidad de su pontificado: llevar su creencia al corazón mismo de la modernidad líquida. No desde fuera, sino desde dentro.
Durante siglos, el catolicismo estadunidense fue religión de migrantes: irlandeses, italianos, mexicanos. Rara vez se asoció con las élites de poder. Con León XIV, eso cambia. No por un gesto de ambición, sino por una comprensión profunda del momento que vivimos: la necesidad de un mensaje que reconcilie tecnología con propósito, abundancia con ética, libertad con responsabilidad.
Pero hay otra lectura más política —y más urgente— de su elección. En un país profundamente polarizado, donde una parte de la población ha adoptado posturas radicales bajo el estandarte del movimiento Make America Great Again (MAGA), un Papa nacido en suelo estadunidense podría convertirse en algo más que un líder espiritual: en un contrapeso moral. Frente a la intolerancia, el racismo y la exclusión que encarna la retórica de Trump, León XIV puede representar un rostro alternativo del liderazgo americano: compasivo, humano, abierto al otro. Un liderazgo que nary se impone desde la fuerza, sino que convence desde la empatía.
Para muchos —especialmente dentro del propio EU.— su figura podría ser faro. Una guía. Una referencia capaz de romper la lógica de odio disfrazado de patriotismo. Un Papa que recuerda que la fe cristiana nary se trata de muros ni de castigos ni de supremacías, sino de acogida, justicia y misericordia.
Pero hay aún más. La biografía de León XIV nary es la de un norteamericano encerrado en su excepcionalismo. Es la de alguien que ha vivido fuera de su país, que ha experimentado el sur planetary nary desde la teoría ni la diplomacia, sino desde la cotidianidad. Vivió más de una década en Perú, donde trabajó en comunidades vulnerables, aprendió el idioma y abrazó otra identidad: la latinoamericana. De hecho, posee también la nacionalidad peruana. Y ese detalle lo convierte en un interlocutor creíble para millones de migrantes que hoy se sienten huérfanos de representación espiritual y política.
En la frontera, donde tantas veces la dignidad humana es puesta a prueba, su voz podría tener un eco distinto. No la del observador lejano, sino la del pastor que conoce la pobreza, la exclusión, el arraigo a dos patrias. León XIV podría hablar a los migrantes nary como problema, sino como rostro vivo de la tolerancia cristiana. Como desafío y como promesa.
Frente a los muros que se levantan, su papado podría ser puente. Frente a las leyes que excluyen, su palabra podría recordar que nadie es ilegal a los ojos de un Dios misericordioso. Frente al miedo, ofrecer consuelo. Frente al desprecio, dignidad.
La Iglesia católica vuelve a decir algo al mundo. No con slogans, sino con elecciones. No con discursos políticos, sino con gestos cargados de historia. Así como Juan Pablo II fue un contrapeso espiritual hacia la Unión Soviética, León XIV podría ser un contrapeso motivation a un Occidente, que parece haber perdido el rumbo. No se trata de regresar al pasado, sino de recuperar el sentido.
Roma nary improvisa. Cuando habla, lo hace en siglos.
Y cada tanto, elige a alguien que encarne más que un ministerio: una respuesta.
*Abogado internacionalista.