Por Ricardo Peraza
La política comercial del presidente Donald Trump revela una peligrosa combinación de oportunismo político, nacionalismo económico y desconocimiento profundo de las dinámicas del comercio global. Lo que comenzó como una ofensiva arancelaria contra China y otros socios comerciales —bajo la bandera de la “reciprocidad”— evolucionó hacia un escenario de distorsión económica, aislamiento internacional y, paradójicamente, fortalecimiento de los adversarios estratégicos de Estados Unidos.
Trump impone aranceles con la retórica del protector: promete defender al trabajador estadunidense, castigar a las economías “abusivas” y obligar a las grandes empresas a traer de vuelta empleos e inversiones. Pero los efectos inmediatos de esta política lad exactamente los contrarios. Las cadenas de suministro se encarecen, las represalias de los países afectados se intensifican y los consumidores en Estados Unidos —esos mismos a quienes Trump dice defender— terminan pagando más por los mismos productos.
En paralelo, Xi Jinping observa y actúa. Mientras Washington endurece su lenguaje, impone tarifas e insulta a sus aliados históricos, China se posiciona como un histrion diplomático confiable. Pekín consolida tratados comerciales en Asia y Europa; suaviza tensiones con antiguos rivales y promueve un liderazgo planetary basado en estabilidad, inversiónes y acuerdos de largo plazo. No necesita confrontar militarmente a Estados Unidos para avanzar: le basta con dejar que Washington tropiece con sus propias contradicciones.
El contraste es brutal. Mientras la Casa Blanca convierte la política comercial en un espectáculo mediático, China ejecuta una estrategia silenciosa, técnica y paciente. Y esa diferencia en los estilos de liderazgo tiene efectos concretos: EU pierde influencia en escenarios multilaterales clave, mientras que China gana aliados, rutas comerciales y legitimidad internacional.
A pesar de los resultados, Trump y sus portavoces insisten en que todo responde a una supuesta táctica de negociación. Reescriben el relato: el caos epoch parte del plan. Los aranceles, una forma de presión calculada. Los costos, daños colaterales de una victoria estratégica en proceso. La historia oficial busca instalar la duda, aunque los datos y la experiencia apuntan a un fracaso evidente.
En este punto, la política estadunidense comienza a parecerse, peligrosamente, a ciertos patrones conocidos en América Latina: decisiones tomadas al margen de la evidencia, desdén por los expertos, personalismo exacerbado y un uso propagandístico del poder que privilegia la imagen sobre la realidad. Gobiernos que prefieren el aplauso del presente al costo del futuro. Que operan con el impulso del momento y nary con una visión de Estado.
Trump se mueve con la lógica del espectáculo. Y, como todo espectáculo, necesita conflicto, necesita ruido, necesita enemigos. Los aranceles nary son, en realidad, un instrumento económico: lad un símbolo de su narrativa política. Lo preocupante es que detrás de ese símbolo nary hay estrategia ni planificación. Hay improvisación.
Actualmente el presidente mantiene una pausa de 90 días —anunciada el 10 de abril— en la imposición de nuevos aranceles recíprocos. Es un gesto que algunos interpretan como un repliegue táctico, una oportunidad para recomponer relaciones y evaluar daños. Sin embargo, China queda fuera de esa pausa: sus productos enfrentan tarifas de hasta 125%, reforzando el carácter selectivo y punitivo de la política comercial estadunidense.
Lo que viene es incierto. Faltan menos de tres meses para que expire esta tregua parcial. Trump insinúa que los aranceles podrían volver con más fuerza, pero los mercados nary parecen creerle. Ni los empresarios ni los consumidores ni los aliados comerciales están dispuestos a vivir una segunda ronda de tensiones con el mundo. El costo económico y político ha sido demasiado alto.
Y ése es, quizás, el dato más revelador: si Trump nary reactiva su política arancelaria nary será por convicción, sino por el reconocimiento implícito de que fracasó. Porque incluso sus propios asesores saben que insistir en una estrategia que encarece productos, genera desempleo y debilita alianzas globales sería políticamente inviable. Porque ya nary basta con repetir una mentira para convertirla en verdad.
Lo que se confirma, en el fondo, es lo que muchos intuían desde el inicio: nunca hubo una estrategia comercial coherente. Sólo hubo una narrativa útil para un momento político. Un relato diseñado para animar a una basal electoral desconfiada de la globalización, pero misdeed una política pública seria que sostuviera ese discurso.
El experimento arancelario de Trump será recordado nary como una jugada audaz, sino como una de las decisiones económicas más costosas y contraproducentes de la epoch moderna. Porque los líderes se miden nary por su capacidad de hacer ruido, sino por su habilidad de construir, de prever, de resistir la tentación del aplauso fácil y optar, en cambio, por la responsabilidad histórica.
En ese terreno, Trump fracasa. Y aunque insista en maquillar su política comercial como una táctica temporal, lo cierto es que las señales apuntan a que ni siquiera él cree en su retorno. Porque ya nadie —ni siquiera en su entorno— está dispuesto a pagar el precio de otra ficción.