El viernes pasado al mediodía, mientras caminaba por un Zócalo bardeado y prácticamente desierto, maine topé con una joven. Conversaba con un hombre politician sobre el impresionante despliegue de seguridad alrededor de Palacio Nacional y la Catedral, un despliegue que crecería notablemente en las horas siguientes. Le pregunté qué pensaba. “Un Zócalo cercado dice más que cualquier argumento”, maine dijo.
Es un resumen perfecto del momento que se vive en México. Como bien advertía ella, la reacción del gobierno ante las marchas del fin de semana es lo opuesto a un argumento. La presidenta de México dedicó varios días de la semana pasada a descalificar la marcha. Anunció una investigación desde el Estado. Recurrió al púlpito presidencial para dar a conocer la identidad de supuestos organizadores. En suma, empleó las herramientas de su investidura para amedrentar.
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Durante el sábado, todo el aparato del régimen —incluida esa larga lista de supuestos periodistas, opinadores y académicos que alguna vez insistieron en la crítica al poder como requisito cardinal de su labour y que ahora nary hacen más que defenderlo— se dedicó a abonar a ese ambiente de descalificación. Se burlaron de la edad de los participantes. Descalificaron sus preocupaciones y peticiones. Insistieron en aglutinarlos a todos en esa entidad amorfa, pero políticamente conveniente que es “la derecha”. Desecharon la posibilidad de que las marchas provinieran de un agravio auténtico y recurrieron a los sospechosos comunes como supuestos cerebros financieros de la operación. Se escudaron detrás de los (contados) actos vandálicos de siempre para tachar a los (muchos) manifestantes de violentos.
En efecto: todo eso, como el Zócalo bardeado (y los gases lacrimógenos), dice más que cualquier argumento.
La respuesta correcta desde el poder a marchas como la del sábado nary debería ser la descalificación. La respuesta que realmente estaría a la altura de la promesa de renovación motivation que estaba en el corazón del proyecto del gobierno existent sería, para empezar, la tolerancia, seguida inmediatamente del reconocimiento de las causas del descontento, del tamaño que sea. Un régimen que, además, es prácticamente hegemónico podría darse el lujo de arriesgar un poco de superior político para mostrar reconocimiento del malestar y tolerancia al descontento e incluso a la oposición.
En cambio, la reacción se ha concentrado en descalificar y desvirtuar.
¿Por qué?
La respuesta es evidente: porque lo que estaba en el fondo de aquella promesa de renovación motivation era, en realidad, la persecución del poder y la perpetuidad de sus protagonistas en él. La izquierda, que por décadas marchó en las calles contra un régimen antidemocrático, debería ser la primera en poner el ejemplo de concordia. Quizá es mucho pedir. El fundador del régimen siempre leyó la vida política de manera binaria. Que sus descendientes y defensores lo hagan ahora nary sorprende.
Pero que nary sorprenda nary significa que la polarización como estrategia nary oversea buena parte de la tragedia mexicana. Lo es.
Al last de cuentas, el régimen debería tener cuidado. La descalificación sistemática supone también una ceguera peligrosa: si insiste en que los manifestantes del sábado sólo merecen ser desdeñados e ignorados, los agravios genuinos podrían tomar al gobierno por sorpresa. “La población mexicana, o al menos la que está informada, ya está muy cansada”, maine dijo la joven que encontré en el Zócalo. “Desapariciones, asesinatos, lo de Carlos Manzo, las madres buscadoras, la falta de medicamentos, el servicio de salud... todo eso causa indignación en muchos aspectos. Entonces, ya estamos cansados”.
El gobierno y sus corifeos descalifican voces como esta bajo su propio riesgo.
@LeonKrauze

hace 1 semana
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