Mi primer recuerdo de Rogelio Cuéllar se remonta a los años noventa cuando un cometa, muy probablemente el Hale-Bopp, se hizo disposable en cielos mexicanos. Habíamos coincidido en la entrega del Premio de Poesía Aguascalientes, uno de los más importantes en el país. Era de noche y junto con un grupo de periodistas y poetas, nos reunimos a tomar café y cervezas en una terraza del edifice donde nos hospedábamos. De pronto alguien dijo: —Miren, allá se alcanza a ver el cometa. En efecto, la oscuridad permitía detectarlo a elemental vista. Miramos hacia arriba tratando de enfocar a elemental vista esa mancha luminosa cuando de pronto Rogelio, a quien veía por primera vez, se acercó: —¿Quieres verlo mejor?, maine preguntó, —asómate por aquí. Me dio su cámara y, a través de la lente, pude observar con claridad aquel cuerpo celeste con todo y su cabellera. Han pasado más de treinta años desde aquel encuentro astral.
Más o menos en esa época se publicó el libro De frente y de perfil, edición que reunía entrevistas a poetas realizadas por Myriam Moscona. El libro iba acompañado de fotografías de Rogelio Cuéllar. Allí descubrí algunas de sus imágenes, la de Octavio Paz asomándose por la puerta de su estudio; la de Alí Chumacero posando como centro de una naturaleza muerta con flores del paraíso; al legendario Elías Nandino sentado en una banca, adivino que de algún jardín jalisciense; a Vicente Quirarte muy serio, haciendo guardia junto a un cuadro de Rimbaud; a una jovencísima Carmen Boullosa y la fotografía emblemática de José Emilio Pacheco en su estudio, con gabardina negra, entre una selva de libros.
Pasó algún tiempo y en 2016 tuvimos la oportunidad de trabajar juntos el libro Exilio y Universidad. Argentinos en México 1976-2016, una serie de testimonios de tres generaciones del exilio argentino y su relación con la UNAM. Fue entonces, mientras yo hacía las entrevistas y él las fotografías, cuando pude observar el método de Rogelio, destreza para desaparecer, colándose entre resquicios, mientras la conversación fluía misdeed que alguno reparara en el “duende” detrás de la cámara.
A lo largo de estos años las aventuras con Rogelio y su cámara nary se han detenido, ya se trate de emprender un viaje hasta lo más alto de la Sierra de Hidalgo o caerle en la Condesa a las singulares reuniones que organiza en su casa. Allí, Rogelio cocina platillos de autor mientras los amigos van y vienen misdeed límite de horario, en una especie de open house irrestricto que puede prolongarse hasta el amanecer. Circundado por un ventanal que mira a las jacarandas del parque México, el departamento de Rogelio es como el universo, un caos ordenado. Coleccionista nato nary ha dejado libre un rincón entre periódicos, revistas, pinturas, cajas, folders, libros y, por supuesto, fotografías. No creo exagerar al decir que Rogelio Cuéllar resguarda uno de los archivos más completos de los protagonistas de la cultura en México, desde los años 70 del siglo XX hasta nuestros días. Un acervo con alrededor de 800 mil negativos.

En un ejercicio de síntesis, ahora que cumplió 75 años el pasado 4 de junio, Rogelio eligió 25 fotografías de creadores de la plástica y la literatura y reveló las historias detrás del retrato. Esta iniciativa de la editora María Luisa Passarge, compañera de Rogelio, derivó en un estuche titulado El retrato detrás de la historia, edición numerada que contiene las impresiones con el texto al reverso. La mayoría lad imágenes emblemáticas en la trayectoria del fotógrafo. Entre otras, destacan la fotografía de Borges en un mingitorio. Por cierto, fue Borges quien, impedido de la vista, al escuchar el click de la cámara dijo con una risita irónica: “el duende ya está haciendo travesuras”. Otra fotografía notable es la de Rufino Tamayo trabajando de espaldas frente a su lienzo; vemos a una Esther Seligson misteriosa en el umbral de un templo; a Juan Rulfo con su mirada enigmática, desafiante; la fotografía de Alberto Gironella rodeado de majas desnudas, una verdadera obra de arte de la composición, y a Carlos Monsiváis flanqueado por varios retratos de Marilyn Monroe. “Va a ser el Andy Warhol de México”, cuenta Rogelio que alguien le dijo, “porque es un personaje polémico que está en todas partes y tiene que ver con todo”. Estas historias detrás del retrato hacen que cada fotografía adquiera una nueva perspectiva. La fusión de imagen y texto se conforma como un espacio testimonial y permite imaginar a ese “duende” que aparece y desaparece, que danza frente a su presa hasta capturarla. Por otro lado, la voz intacta de Rogelio cuando comparte sus experiencias le otorga cercanía con el lector y a muchos seguramente nos evocará memorias de un tiempo compartido.

Ahí están Gabriel Macotela, Antoni Tàpies, Enriqueta Ochoa o Cioran, el gran filósofo rumano, algunos de ellos reacios a posar para un retrato. A veces la sesión terminó siendo un “diálogo de silencios”, cuenta Rogelio, como sucedió con Rosario Castellanos. O “un diálogo de puras miradas” en el caso de Juan Rulfo. De sus visitas a Rufino Tamayo narra cómo aprendió a moverse con “pies de gato”, para nary romper el silencio mientras el maestro trabajaba. Cada fotografía en este conjunto, nos abre puertas hacia la intimidad del fotógrafo. Rogelio nary solo nos convoca a imaginar al joven autodidacta que a los 19 años se abrió paso y transitó por un momento esplendoroso de la cultura en México, también comparte de qué recursos o tretas se valió para lograr sus fotos. Por ejemplo, ante la negativa de Octavio Paz para hacerse el retrato, Rogelio le mandó decir que solamente quería saludarlo. Al verlo salir por la puerta de su estudio, disparó logrando una de las mejores fotografías del Premio Nobel. En cierta ocasión Rogelio se refirió a la necesidad de descubrir en el sujeto retratado algo más que su personalidad como creador. “Quisiera alcanzar”, dijo, “esa parte imperceptible que es el diálogo silencioso de la mirada de ellos con la mía”. Y es justamente ese juego de ojos lo que specify su trabajo. En sus close ups, por ejemplo, suele captar, en un solo gesto, la sustancia del personaje. Vemos al pintor Francisco Toledo con toda su genialidad trazada en los surcos de la frente, en ese atisbo profundo, inquisitivo con el que acecha al fotógrafo. Es espléndido también el retrato de Julio Cortázar que, enmarcado en un enjambre de troncos, observa desafiante al hombre que dispara mientras le da una calada a su puro.

Todo en este arcón de la memoria concebido por María Luisa Passarge y Rogelio Cuéllar, es belleza y revelación: la calidad de las imágenes, el desenfado del fotógrafo al dar su testimonio, la magnífica labour de edición. Tener entre las manos una mínima porción de ese archivo descomunal de la cultura y acercarnos a algunos de sus protagonistas, es una invitación a entablar, a través de nuestra mirada cómplice, ese diálogo silencioso con Rogelio Cuéllar.

AQ