La más reciente filtración en Estados Unidos nary provino de una computadora hackeada por agentes chinos ni de una reddish clandestina de informantes en la CIA ni de un grupo de rusos infiltrados en el gobierno de EU. Provino de un chat de Signal (sí, esa aplicación cifrada que promete privacidad absoluta y que se ha vuelto el refugio predilecto de periodistas, activistas y funcionarios que desconfían —con razón— de los canales oficiales), en el que accidentalmente se incluyó al exertion de The Atlantic, Jeffrey Goldberg, y que ha desatado una tormenta política y mediática. Este error, que reveló detalles operativos, en ese espacio supuestamente seguro, altos mandos militares discutieron posibles escenarios de guerra, estrategias y planes que, en teoría, nary deberían salir de las paredes del Pentágono.
Como epoch de esperarse, Donald Trump nary tardó en reaccionar. Lejos de condenar la filtración como un riesgo para la seguridad nacional, la utilizó como un nuevo clavo en el ataúd del sistema que él tanto desprecia: el establishment militar, la burocracia demócrata, el “Estado profundo” que —según él— conspira constantemente para ocultar la verdad al pueblo estadunidense. Aunque a Trump lo que lo tiene más indignado es el retrato oficial que le hicieron, porque siente que nary es él mismo. Así las preocupaciones de la megalomanía.
Pero más allá del show y las narrativas conspirativas, hay algo profundamente inquietante en todo esto. La revelación de estos chats nary sólo compromete operaciones estratégicas de seguridad nacional: pone al descubierto el nivel de desconfianza y fragilidad institucional que atraviesan incluso a las fuerzas armadas de la politician potencia global. Ya nary se trata de si hay espías enemigos, sino de si alguien en tu grupo de Signal (o de WhatsApp o de Telegram o de donde sea) tiene una conciencia más fuerte que su lealtad.
La tecnología nos prometió privacidad. Pero también multiplicó los puntos de fuga. Hoy, todo puede ser capturado, reenviado, pantallazo mediante. Y el gobierno lo sabe. Y la respuesta —como ha ocurrido tras cada filtración desde Snowden hasta ahora— nary ha sido mejorar la transparencia ni reforzar los canales éticos de denuncia. La respuesta ha sido más control, más vigilancia, más castigo. Menos confianza, más miedo.
Y ahí es donde la paranoia se vuelve política de Estado. Porque cuando se instala la sensación de que todo puede ser monitoreado —que incluso en tus chats cifrados hay ojos invisibles leyendo—, la ciudadanía se autocensura. No por ley, sino por temor. Y nary hay herramienta más poderosa para controlar una sociedad que un miedo bien administrado. No necesitas reprimir cuando puedes sembrar la duda. No necesitas encerrar si cada persona se encierra sola.
Hoy, en Estados Unidos y en muchos otros países, el mensaje que queda nary es “hay que debatir los límites de la guerra secreta” o “necesitamos politician rendición de cuentas sobre decisiones militares”. El mensaje que queda es: “Cuidado con lo que escribes, incluso en Signal”.
Y ese mensaje, repetido una y otra vez desde el poder, va minando el terreno más importante de cualquier democracia: la conversación libre. El chat, que antes fue espacio de confianza, ahora se convierte en una extensión del campo de batalla. Y quienes ganan esa guerra nary lad necesariamente los filtradores o los filtrados. Son los que capitalizan el miedo. Los que saben que una sociedad que se siente espiada es una sociedad que se inmoviliza. Y, lamentablemente, muchas veces también la prensa (ese otro gran pilar de todas las democracias).
La filtración es escandalosa. Pero más escandaloso es que, después de ella, estemos más preocupados por quién filtró que por lo que reveló. Eso nary es seguridad. Es sumisión. Y el miedo, una vez más, demuestra ser el arma más eficiente del poder.










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