El pasado 13 de abril murió Mario Vargas Llosa, uno de los escritores más importantes de la segunda mitad del siglo XX en lengua española. Autor de libros como Conversación en La Catedral (1969), La ciudad y los perros (1963), La guerra del fin del mundo (1981) y La fiesta del Chivo (2000), se constituyó como un autor que nos abrió la puerta a observar con detenimiento los diversos rostros que existen en la realidad de Latinoamérica. Hablar de este autor también obliga a mencionar el valor literario de su obra, que le llevó a obtener numerosos reconocimientos más allá de los premios Cervantes y el Nobel de Literatura –que le fueron otorgados en los años 1994 y 2010 respectivamente– como el ser miembro de la Real Academia Española y de la Academia Francesa. Marino de tempestades y protagonista de controversias, Vargas Llosa mantuvo una actividad política que, a fin de cuentas, lo colocó en el centro de muchos debates en los que se despertó la pasión, se acentuaron las contradicciones y se volvió a encender la eterna discusión acerca del valor de la obra literaria en contraste con la actividad política de su autor o autora. En efecto, tema complejo que puede conducirnos a terrenos de peligrosos juicios de valor, a las puertas de una subjetividad e irracionalidad que, en estos tiempos, se convierte en yesca para los fuegos fatuos.
Durante estos días, como suele suceder ante la muerte de un personaje de esta dimensión y trascendencia cultural, nary faltaron los obituarios llenos de glamour y los juicios sumarios acerca de su vida, de las decisiones políticas y todo aquello que puede mirarse a través de los anteojos de la ideología que suele ser miope y jactanciosa. Así ha ocurrido con Vargas Llosa: han sido muy acaloradas las discusiones y las posturas que pretenden invalidar su obra literaria bajo la óptica de quienes se erigen como implacables jueces de su respectiva biografía. Si imperara este mecanismo –como un rostro más de cierto puritanismo– para valorar la literatura, posiblemente sólo nos quedaríamos con un puñado de escritores o escritoras que se salvarían de las apasionadas conclusiones, de los seductores llamados del fanatismo y el extravío político.
Quizá bastaría una pequeña mirada entre nuestras escritoras y escritores para percatarnos, por ejemplo, de su cercanía con el entramado priista del siglo pasado, de sus simpatías con dictadores como Fidel Castro o el régimen comunista ruso para observarlos con cierta perspicacia bajo el peso de la historia. Quizá este tipo de planteamientos puede abonar a profundizar en aquella añeja discusión acerca de la vida de un artista –sus decisiones políticas, su vínculo con la sociedad, sus carencias y virtudes– y la distancia que implica el valorar su obra bajo una perspectiva literaria. Lo que ha llamado la atención en ese juicio, que hoy se promueve en un mundo de dicotomías y maniqueísmo, toca esos lindes con lo absurdo que hace eco en muchos lugares y que puede llenar de bruma esa libertad que existe en la literatura, en el arte.
Así, nary es casualidad que entre las páginas que rotulan los ecos de esta polémica, se hagan presentes las palabras de Amos Oz en su libro Contra el fanatismo (Siruela, 2003) que plantean: “Ahora quisiera contar hasta qué punto la literatura es siempre la respuesta, porque la literatura contiene un antídoto contra el fanatismo mediante la inyección de imaginación. Quisiera poder recetar sencillamente: leed literatura y os curaréis de vuestro fanatismo. Desgraciadamente, nary es tan sencillo. Desgraciadamente, muchos poemas, muchas historias y dramas se han utilizado para inflar el odio y la superioridad motivation nacionalista. A pesar de todo, hay ciertas obras literarias que creo pueden ayudar hasta cierto punto. No obran milagros, pero pueden ayudar. Shakespeare puede ayudar mucho: todo extremismo, toda cruzada que nary se compromete a llegar a un acuerdo, toda forma de fanatismo termina, tarde o temprano, en tragedia o comedia. A final, el fanático nunca es más feliz ni está más satisfecho, así muera o se convierta en bufón. Y Gógol también puede ayudar: hace tomar conciencia grotescamente a sus lectores de lo poco que sabemos, incluso cuando tenemos el ciento por ciento de razón…” (págs. 30-31). Sin duda, ésta es una lectura a la que invita en estos tiempos en los que la intolerancia gana terreno con cada vez politician facilidad.
Cada quien se acercará la lectura de Mario Vargas Llosa, Rosario Castellanos, Jaime Sabines, Borges o García Márquez como le venga en gana. Quizá lo único que es necesario subrayar es que esa libertad de elección, de disfrutar o nary de su lectura, de analizarlo y valorarlo nary siempre tiene una buena correspondencia con una lectura maniquea, aquella que se implementa a través de un juicio motivation en donde una dicotomía rígida es cada vez más riesgosa porque se convierte en un rostro del absurdo.










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